Plano de Montaner & Simón (1880). Ejido de Buenos Aires al momento de su transformación en Capital Federal de la República (1880). Mapoteca IHCBA.
Nomenclatura urbana en Buenos Aires y Argentina
Una chapa indicadora puede asumirse como un simple elemento de ordenamiento urbano; la indiferencia acompaña su utilización cotidiana, y, sin embargo, sus significados se prolongan más allá del espacio que identifican1. Profusamente usadas en todo el país, y, por supuesto, en cada esquina de Buenos Aires, trascienden su sentido meramente utilitario. Una segunda dimensión las convierte en marca de concepciones dominantes, ideas, creencias, mentalidades e imaginarios, generalmente sin ser percibidas; y si la intencionalidad de los responsables de las designaciones no siempre se manifiesta de forma expresa, subyace detrás de las representaciones en vigencia.
Un ligero examen a diversos mapas de ciudades argentinas permite realizar una primera apreciación acerca de los supuestos que guiaron las asignaciones de sus nombres urbanos: con escasas excepciones, rápidamente se evidencia la adhesión a una tendencia occidental, bastante usual en los estados nacionales americanos, apoyada en “...componentes básicos de la memoria colectiva moderna: los acontecimientos y los héroes”2, complementados por provincias y países. Empleado tempranamente, apenas alejados los ecos de la revolución e independencia, de uso masivo en la segunda mitad del siglo XIX y definitivamente consolidado poco después, este perfil toponímico ha sido un recurso más ligado a la afirmación de una identidad nacional, garante de la cohesión social y legitimador del poder del estado.
La ciudad de Buenos Aires constituye el mejor muestrario para ejemplificarlo: ya en 1822, asomó una nomenclatura cuyos criterios explícitos anticiparían el sistema, continuado luego durante el periodo secesionista (1852-1861). Algo después, ofreció un tiempo y un espacio muy particular, que lo exacerbó: en pocas décadas, pasó de ser una relativamente pequeña ciudad a asumirse como una gran metrópoli, en una geografía predominantemente llana que auspició la extensión horizontal, con un ensanche que multiplicó su superficie y demandó más de un millar de denominaciones identificatorias. En paralelo, se renombraron con apellidos considerados prestigiosos a muchas arterias del centro histórico.
Estas características de la nomenclatura de la desde 1880 capital argentina se difundieron a la amplia mayoría de antiguas y jóvenes ciudades o pueblos, rutina que poco a poco comenzó a naturalizarse, y los lugares urbanos fueron progresivamente saturados de batallas victoriosas, fechas salientes, y, sobre todo, apellidos ilustres: prácticamente no hay localidad argentina que no contenga en su callejero a nombres como Belgrano, San Martín, Rivadavia, Mitre, Sarmiento3.
Sin embargo, sobre la toponimia urbana, el contacto más cotidiano que la mayor parte de los ciudadanos tiene con la historia nacional, no abundan estudios históricos, y, en general, los que la abordaron optaron por un enfoque de inventario4. Nuestra mirada situará a esta nomenclatura republicana como parte de los instrumentos de construcción de lugares de memoria, en rápida expansión a las ciudades de las nuevas repúblicas latinoamericanas.
Las denominaciones utilizadas -a menudo, además, objeto de disputas- fueron las estimadas más adecuadas desde la lógica propuesta, como parte sustancial del “stock consolidado de una memoria base y de referencia”5. La ubicación y el tamaño del espacio que corresponde a cada designación -a mayor relevancia del nombre elegido, mayor centralidad y extensión-6, y el tiempo transcurrido desde el óbito del héroe en cuestión -menor cuanto más prestigioso-, son variables que permiten distinguir una gama de prioridades. Para ello, hemos relevado documentos del poder legislativo municipal vinculados a los nombramientos, y de poderes nacionales que intervinieron directamente en casos trascendentes: nación y municipio no siempre acordaron formas. Por otra parte, la entonces incipiente historiografía nacional fue esencial en la selección nominal, práctica que continuaría durante la primera mitad del siglo XX; y la también naciente especificidad porteña7 dejó su propia impronta.
En Buenos Aires -y por difusión, en Argentina- se destacó la adopción sistemática y plena de esa tendencia, dada la convergencia entre el clima de ideas, la consolidación del estado, el aumento exponencial de la mancha urbana y el respaldo de un imaginario pretendidamente universal; solo una vez finalizado ese proceso, hacia 1916/1918, se consideraron algunos personajes antes soslayados y nuevos bloques temáticos.
Entre el Manual de Buenos Aires y la secesión porteña
Diversos trabajos8 han referido el origen de los primeros nombres oficiales de calles y su devenir: extraídos del santoral, se implementaron en 1734, como consecuencia del progresivo control de la actividad comercial, que necesitaba algún tipo de código de localización urbana: si bien las denominaciones espontáneas se impusieron en el uso corriente, fue un primer paso para erradicarlas. Los episodios de la defensa y reconquista frente a las armas británicas en las postrimerías de la colonia marcaron otro mojón, ya que poco después de estos hechos, en 1808, el Virrey Liniers decidió honrar a vecinos y funcionarios -incluyéndose a sí mismo-, reemplazando completamente la toponimia.
En 1822 -con mucha agua bajo el puente, guerras independentistas mediante-, en el marco de una batería de modernizaciones puestas en práctica, aparecieron nuevos nombres en un plano de Philippe Bertrés, relegando a los de 1808 e introduciendo a los de la revolución e independencia -como el de Belgrano, fallecido en 1820-, provincias, países hermanos y otros motivos geográficos, varios de los cuales aún perduran en el centro porteño. Transcurría la feliz experiencia del ministro Rivadavia, que devendría en una verdadera referencia histórica para el liberalismo local; al año siguiente, acompañó el cambio un precoz documento, altamente ilustrativo del alcance de la nueva mentalidad9. Este comienza por señalar sencillamente que la ciudad había crecido, generando cada vez mayores inconvenientes, pero luego explica con contundencia, en general y en particular, los motivos que alentaron tales denominaciones.
“En efecto en los últimos días del Gobierno español fue practicado, dándose nombre a todas las calles principales [que] guardaban conformidad con el espíritu y política de aquel tiempo; y restituido el país a su libertad, se hizo un deber el patriotismo de borrarlos de nuestra vista, y arrojarlos al olvido. ¡Qué diferente espíritu ha animado el nuevo nombramiento! Los triunfos más memorables, de las armas americanas en la guerra de la Independencia. Padres de la patria que ya no volveremos a ver, las Provincias y Pueblos hermanos que componen el Estado, los demás países de nuestro hemisferio, iguales en suerte a nosotros, algunos objetos geográficos y alusivos…”10.
Este anónimo expresa varios de los preceptos que, sobre la cuestión, se arraigarían durante el resto del siglo: primero, la nomenclatura guarda conformidad con el espíritu y la política de su tiempo respectivo, afirmación que revela conciencia absoluta sobre el asunto; segundo, cuando los cambios en las estructuras mentales provocan un desfasaje entre toponimia y creencias sociales, debe procederse a borrarla y arrojarla al olvido; adecuarla era, para las autoridades competentes, un deber de patriota, que consistía en incluir triunfos memorables y padres de la patria -los acontecimientos y héroes de la nueva memoria colectiva-; tercero, los nombres patrióticos a imponer integran tres variedades temáticas: sucesos, sujetos y lugares. Pero hay bastante más:
“...si estos habían de estar continuamente a la vista de todo el pueblo, si habían de volar a toda hora de labio en labio pronunciándose por todos, desde los ancianos hasta los tiernos niños, ¿qué nombres debían tener la preferencia, sino aquellos que abren la marcha de la existencia y gloria nacional, y que, recordando a los hijos, los grandes esfuerzos de los padres, los mantiene dispuestos a repetirlos cuando la Patria los reclama? [...] Nos vamos ya retirando de un tiempo amado e ilustre, cuyas impresiones deben llegar hasta nuestros últimos nietos [...]. Los años en que nació y se propagó nuestra gloriosa revolución, abundan de hechos y de personas [...] que perderían su benéfica influencia sobre el corazón de nuestra posteridad, sin los auxilios de la historia, y de monumentos que lo recordasen siempre a su memoria. Parte de la nomenclatura de nuestras calles, acompañada de la explicación de esta obrita, servirá las veces de la una y de los otros; y aun cuando se haya organizado nuestra historia, y se hayan levantado esos monumentos, como sucederá sin duda, [este manual] contribuirá con esas fuentes perennes, a la importante conservación del orgullo y la dignidad nacional [...]. Las noticias que demos [...] no dejarán de producir efectos útiles, principalmente generalizándose estos conocimientos en aquella parte del pueblo que no recibe más que la primera enseñanza”11.
Continuemos. Cuarto, la nomenclatura como forma de representación del pasado más cotidiana12, continuamente a la vista, de labio en labio, lo que la hace un recurso excepcional para construir una identidad nacional; quinto, en ese sentido, los nombres a seleccionar como garantes del recuerdo de los albores de nuestra historia; sexto, también contribuyen a que las nuevas generaciones se dispongan a mantener y conservar la nación; séptimo, los auxilios de la historia son imprescindibles para generar benéfica influencia; octavo, así, la nomenclatura es doblemente útil: como monumento y como soporte habitual de la memoria; noveno, esa cotidianeidad utilitaria permitiría un alcance social amplio, incluidos quienes no reciben más que la primera enseñanza; en suma, el manual establece puentes claros entre topónimos y una idea sobre nación y estado.
Posteriormente, tanto el rosismo como los gobiernos del Estado de Buenos Aires emplearon ese criterio13. En el primer caso, además de un leve regreso al santoral, se incorporaron denominaciones “federales” (Calle de la Federación -1836-; alusiones al gobernador en ejercicio) y otras como San Martín (1848, también en vida) o Arenales (1849); y ya durante la secesión porteña, en 1857, se renombraron o identificaron varias arterias: Rivadavia (Federación), Moreno (Restaurador Rosas), Caseros, Bolívar, Saavedra, entre otras. La barbarie, la implícita amenaza a la unanimidad personificada por los caudillos, se convertiría en una herramienta de cohesión por la negativa, mientras Rivadavia era transformado en el gran repúblico rioplatense: junto con la nominación de la avenida, fueron repatriados sus restos y se inauguró su estatua. Se trataba, claro, de construir una memoria histórica impregnada de porteñismo y localizada en la ciudad para legitimar el proyecto autónomo, donde la nomenclatura urbana integraría ese dispositivo junto a monumentos y alegorías republicanas inspiradas en la iconografía francesa. Bien pronto se desarrollaría una tradición vernácula, con caracteres propios, más funcional al objetivo legitimador que se buscaba: el culto a los grandes hombres, más contundente que los símbolos, enmarcado por la prevalencia del concepto de nación como comunidad política y un cierto papel de las elites culturales porteñas en su constitución14. Así asomaron los apellidos más repetidos en los nomenclátores argentinos: Belgrano y San Martín, impulsados por los rivadavianos y Rosas, respectivamente; y Rivadavia-Moreno, estrenados durante el Estado de Buenos Aires (comenzado el nuevo siglo, cobraría impulso un tercer par: Mitre-Sarmiento)15.
Bartolomé Mitre (1821-1906, aludido aquí en varias facetas: estadista, historiador, militar, fundador del diario La Nación Argentina, ingresante al nomenclador en vida) establecería los basamentos de esa memoria con un marcado sesgo liberal, iniciando la selección del imaginario panteón nacional desde un historicismo romántico donde se encuadran su participación en Galería de Celebridades Argentinas (1857), Historia de Belgrano (1857, aumentada y adaptada en nuevas ediciones); y la tardía Historia de San Martín (1887-1890); Vicente Fidel López (1815-1903) también contribuiría, sobre todo con su monumental Historia de la República Argentina (1883-1893). Ambos fueron considerados indiscutidas autoridades historiográficas, con roles próximos al de un Guizot o un Treitschke, a cuyas narrativas remiten más o menos linealmente los topónimos porteños.
El uso de este recurso se extendería con la necesidad de consolidación del estado, iniciada con la presidencia del propio Mitre, tras la reunificación entre Buenos Aires y la Confederación (1862), y supuso borrar la toponimia de uso popular16, presente en todas las culturas urbanas y en general en algún grado preservada junto a los nombres impuestos “desde arriba” cuando los procesos de crecimiento metropolitano demandaron ciertas sistematizaciones.
Ciudad: territorio y estado
La construcción estatal se enmarcó en un imaginario político republicano, aunque conviviendo con prácticas contradictorias en una coyuntura concreta (“...esa definición de un proyecto para una Argentina futura se daba en un contexto ideológico marcado por la crisis del liberalismo que sigue a 1848”17): una república restrictiva, con los conceptos de libertad e igualdad -y la capacidad de la forma republicana para garantizarlos- en revisión, y un ideal de progreso que empalmaría hacia 1880 con el prisma positivista18, resultando una “república posible”, con un “orden conservador” que una tradicional periodización ubica entre 1880 y 1916: finalizamos aquí poco después este análisis del nomenclador porteño.
En el ámbito municipal, la federalización (1880), que convirtió a Buenos Aires en capital de la república, fue un hito tanto en la conformación territorial como en la relevancia adquirida por el gobierno local. En el primer aspecto, su jurisdicción se cuadruplicó, incorporando aproximadamente a los partidos bonaerenses de Flores y Belgrano (1887), un plan de ensanche similar al implementado por entonces en varias urbes europeas. El nuevo territorio federal la hacía una de las capitales occidentales más extensas, con casi 190 km2; aunque había muy poco de urbano allí, se ocuparía a un ritmo sostenido.
En síntesis, la gran aldea mutó, tras pocas décadas, en la gran capital del sud, con un exponencial aumento demográfico debido a una extraordinaria inmigración19 y transformaciones en el campo edilicio-arquitectónico e infraestructura; en ese marco, la nueva superficie de su ejido conllevó la necesidad de reconocer a los espacios a urbanizar. Poco después, además, el centro histórico comenzó a modificarse: se ampliaron y conectaron las principales plazas con la apertura de anchas avenidas y diagonales, en consonancia con la incorporación de la región al mercado mundial y el afianzamiento de la Argentina moderna, inscripta en un clima ideológico optimista, que comparaba a su centro de gravedad con capitales europeas e imaginaba un porvenir brillante20.
Buenos Aires se expandió sobre todo hacia el oeste: la topografía con escasas diferencias de nivel favoreció la ocupación de tierras, de algún modo controlada. En el esfuerzo por consolidar una identidad nacional, un nomenclador como tabula rasa era una veta atractiva, que parecía garantizar la perpetuidad de muchos nombres que expresaban una determinada memoria, sus valores, sus patrones culturales: una invitación para ejercitar esta tendencia donde el recurso sería utilizado hasta la saturación21, modificándose su plano tanto en superficie urbanizada como en topónimos. Sin embargo, las arterias de los barrios -inadvertidos como espacio político hasta las primeras elecciones comunales con sufragio universal masculino (1918)- no se consideraron aptas para “grandes” homenajes, circunscriptos al antiguo ejido, preferentemente hacia el norte “aristocrático”, y a veces surgidos de poderes nacionales, modificando nombres tradicionales: dos tipos de espacios claramente diferenciados y dos tipos de honores también diferentes.
Plano del ensanche de la Capital Federal (1888). Mapoteca Museo Mitre. Hacia 1920, la mancha urbana había cubierto más de la mitad de los nuevos territorios.
Por otra parte, la municipalidad, organizada en 1856, pasó en 1881 de la órbita de la provincia a la jurisdicción nacional, status político no convencional que sería controversial en la compleja delimitación de funciones entre los gobiernos nacional y municipal, y, dentro de este, entre las de cada poder (el intendente era designado por el Presidente de la Nación), sumado a que sus tradiciones autónomas lo harían un distrito difícil de controlar: pese a esta vaguedad, el poder político municipal y su cabeza visible, el intendente Torcuato de Alvear, pusieron en marcha el aparato estatal local. Sin embargo, las imposiciones provenientes del nivel nacional trajeron inestabilidad tanto en el ejecutivo como en el legislativo local: la cuestión municipal supo provocar debates en altas esferas de decisión.
Así, aún con dificultades, se creó una burocracia municipal con un cierto poder, lo cual generaba conflictos cuando la nación decidía intervenir en asuntos de su interés: por ejemplo, en pugnas referidas a la toponimia. A propósito: ¿a quién le correspondía intervenir en las designaciones? El punto ilustra las tensiones descriptas entre e intra niveles de gobierno, agudizadas por la relevancia adjudicada al espacio aludido y al sentido político-pedagógico que se pretendía infundir al nombre asignado: que la tarea burocrática de identificar a una perdida nueva callejuela de los suburbios recayera en los concejales, no se objetaba; pero en los cambios céntricos, con homenajes rimbombantes, los funcionarios nacionales no resignaron protagonismo.
En suma, en una república posible, la municipalidad del distrito federal mostraba rasgos diferenciados, pero no escapaba plenamente al control nacional: así, había germinado una nueva batalla al interior de la elite, más allá de mentalidades compartidas. A poco de formarse el estado mismo, y con urgentes necesidades de forjar una identidad cohesionada por una tradición e historia comunes, se apelaría, entre otras estrategias, a la nomenclatura metropolitana para afianzarla. En paralelo, nacía un nuevo espacio que al finalizar el proceso de conformación urbana manifestaría sus propias representaciones, ya no solo las de la elite, ya no sólo políticas.
Identidad, tradición e historiografía
Marquemos dos momentos de emergencia de la cuestión identitaria. Uno, entre 1887 y 1891, en un contexto de pico inmigratorio y avance de asociaciones e ideologías obreras que la revelaban importante y frágil a la vez, y se imponía fortalecer sus rasgos con un amplio conjunto de iniciativas; entre ellas, la municipalidad porteña incluyó a la toponimia, otorgándole a Vicente Fidel López la función de ubicar los espacios urbanos históricos para que “...una inscripción breve [...] haga conocer las personas o los hechos que dan nombre a las calles de la ciudad con el objeto de colocar en la primera cuadra de ésta una placa que la contenga”22. Otro, hacia el centenario (1910), con el debate filosófico en torno al “alma nativa” y “la invención de una nación”23, en el que modernistas en búsqueda del ser nacional instalaron definitivamente las tradiciones nacionales, completando una larga construcción intelectual.
Se ha planteado que “el fenómeno nacional no puede ser adecuadamente investigado sin una cuidadosa atención a la ‘invención de la tradición’”24; en ese sentido, los modelos latinoamericanos, en general, se asemejaron al que buscaba legitimar la versión prusiana de la unificación alemana, dada la también reciente integración territorial, destacando el culto a los padres fundadores25. Además, el tiempo fue amalgamando la temprana alianza sellada por Mitre y López entre la historiografía, el proyecto de construcción del estado nacional y su definitiva consolidación, dándole centralidad a los historiadores, “devenidos constructores o al menos garantes de la identidad nacional”26, mediando entre la política oficial y la sociedad civil: nacería una historiografía profesional académica funcional a ese pasado y a esa memoria consolidada, fuertemente vinculada al poder político, y, por supuesto, involucrada en el diseño del nomenclador27.
La secuencia legitimante de la nacionalidad, iniciada con la feliz experiencia y expuesta durante la secesión, se cristalizaba hacia los días del centenario, “momento explícito de fijación de un imaginario patriótico”28. La toponimia porteña, que mutando en el centro e irrumpiendo en los barrios había cobrado intensidad con la federalización y el ensanche, se erigía en esta trama como un muestrario de la memoria nacional y republicana para apropiarse de ese pasado legitimador del estado-nación y para garantizar una identidad común, también con los recién llegados.
En 1907, el comisionado Llobet la consideraba “...el ejercicio de una facultad que es también un deber del poder público, llamado de esta forma a consagrar en el recuerdo de las generaciones argentinas el nombre de los grandes servidores del país. [...] Es este el concepto que preside la nomenclatura de todas las ciudades, que como la nuestra rememora en sus parajes públicos, nombres ilustres, fechas y acontecimientos históricos y colectividades asociadas a nosotros por las simpatías o por la tradición; como uno de los muchos medios de que los pueblos se valen para tributar homenaje al esfuerzo civilizador del civismo, para mantener el ejemplo, para estimular el amor a la patria y conservar los ideales que caracterizan y dignifican la nacionalidad”29.
Toponimia para el ensanche
Sobresalen dos ordenanzas en la conformación del callejero, fechadas el 27 de noviembre de 1893 (500 nuevos nombres30) y el 28 de octubre de 1904 (372); además, hemos relevado otros 236 nombramientos entre 1880 y 1919. En su conjunto (unos cuatro de cada cinco están vigentes), expandieron y consolidaron el nomenclador moderno, signado por un imaginario político que iba ya cristalizándose, como por un estado fortalecido que requería afianzar la cohesión del cuerpo social a través de una identidad nacional.
Los fundamentos de la norma de 1893 ratificaron definitivamente la matriz preexistente. Una comisión municipal compuesta por los abogados Adolfo Orma, Manuel Montes de Oca y Eduardo Bidau, convocados por “la especialidad de sus conocimientos históricos”31, redactó un informe dirigido a la Comisión de Obras Públicas del Concejo Deliberante, describiendo que la expansión urbana obligaba a sistematizar y actualizar la nomenclatura. Las problemáticas eran básicamente tres: la unión del viejo núcleo colonial con Barracas y la Boca, hacia el sur; la expansión noroeste, hacia Palermo; y, fundamentalmente, la anexión de Belgrano y Flores, con sus pequeños cascos previamente conformados y nombres análogos a los del centro porteño, generando una situación tan confusa como paradójica con, por un lado, hasta cinco repeticiones, y, por otro, infinidad de lugares sin designación32.
Luego se explican los criterios seguidos para proponer los topónimos que a la postre se harían efectivos, reprobando a algunos del anteproyecto original (1887, trabajo de una comisión anterior) “...cuyo nombre debe cambiarse por no tener significación”33, como los apellidos de vecinos donantes de tierras para la apertura de calles: una suerte de voluntad de nombres, complementaria de la “voluntad de forma” que impuso el estado municipal por sobre intereses privados, diseñando un espacio público con un trazado urbano en cuadrícula y parques como soportes34.
No obstante, se conservarían nombres de calles céntricas, aunque para las ideas dominantes no significaran: los comisionados se lamentaban por tener que actuar “manteniendo las injusticias de la nomenclatura actual”, citando ejemplos como Esmeralda, Tacuarí, “Florida misma”35. Conforme a su entender etiquetaban cada caso, su vigencia, anacronismo o el grado de nitidez con el que remitiera a una identidad legitimadora. Inversamente, también había injusticias cuando el nombre era brillante para calles entonces “secundarias por su situación o extensión”36: estas eran, de acuerdo a su ubicación y tamaño, importantes o secundarias; los nombres, brillantes u opacos. Y dos reglas más: “Como es natural hemos suprimido todos los nombres de personas que viven”37; “No podrá darse a una plaza, avenida o calle, el nombre de una persona, hasta diez años después de su muerte”38, que pronto perderían su condición de naturales.
¿Y cuáles denominaciones, pensaban los comisionados, ameritaban su impulso? A esos efectos, establecieron diez bloques temáticos, a saber39: 1) “Instituciones o cuerpos políticos que han gobernado el país y han conseguido su independencia y organización”; 2) Los hombres que las integraron “...y en general, los hombres políticos de la época de la independencia e inmediata-posterior [...] y muchos otros, forman este grupo, que se ha aumentado a designio, en vista de la tendencia [...] entre nosotros, de ensalzar de una manera extraordinaria el recuerdo de los militares, aminorando la importancia de los hombres de acción civil”; 3) “literatos, publicistas y hombres de estudio”; 4) Combates de las campañas de la independencia y del Brasil aún no recordados; 5) Militares que las protagonizaron; marinos; “extranjeros que han figurado bajo la bandera nacional”; “jefes americanos de importancia” y “héroes subalternos que han pasado a la historia: Falucho, [...] Manuela Pedraza, Juana Azurduy”40; 6) Cuerpos militares; 7) Nombres vinculados a la historia colonial; 8) Científicos extranjeros que estudiaron aspectos del territorio argentino; 9) Orografía, hidrografía y ciudades argentinas; 10) Otras varias.
Un hilo conductor parece cohesionar la propuesta: todo sujeto u objeto merece estimarse o no como resultado bastante lineal de idénticos supuestos presentes en las narrativas de Mitre o López: por ejemplo, los gobiernos de Buenos Aires son considerados del país41; o los hombres políticos no incluyen a quienes hayan mantenido pleitos con estos. Los episodios bélicos, sus protagonistas y cuerpos militares, son también ponderados en las obras de estos incuestionables ancianos sabios, padres de la historiografía argentina e, indirectamente, del nomenclador.
Por otra parte, los topónimos que conformaron el anteproyecto habían causado previamente, ese abril, un altercado entre el historiador Adolfo Saldías y el comisionado Orma, en sendas cartas publicadas en La Prensa. Saldías expresó críticas al listado, entonces en evaluación, reclamando sobre todo por nombres ausentes, víctimas, a su juicio, de la mirada parcial de los comisionados42. Sin embargo, no extendió sus cuestionamientos al método o a los criterios de selección: lo llama “sistema heroico”, y hasta manifiesta alguna simpatía, enfatizando a la vez su singularidad con referencia a Europa, aunque sin demasiadas distinciones: “...en Francia, Gran Bretaña, Alemania, etc., son muy parcos para decretar celebridades en las tablillas de sus calles”43.
Al día siguiente, la respuesta de Orma satirizó su petición dado que, por error, Saldías había reclamado por algunos nombres ya usados y por otros contemplados en el proyecto; y, discutiendo un nombre en particular, le aconseja, transparentando sus muy previsibles fuentes: “…lea en la historia de la República, del Dr. López, o en la historia de San Martín, del General Mitre”44. Más adelante, fueron aceptadas las sugerencias menos desafiantes a la identidad fijada: a futuro, los arduos combates por topónimos “antinómicos” en torno al nomenclador serían un notorio sello característico.
Además, las explícitas categorías del informe de 1893 son de suma utilidad para proyectarlas e inferir otras no evidenciadas en decisiones similares tomadas en lo sucesivo. Detrás de ese marco conceptual, una segunda ponderación da cuenta de las características de un espacio determinado (avenida, calle, parque, plaza, etc.)45, su ubicación (central o periférica) y extensión (largo, corto, grande, pequeño), confirmando la separación en principales y secundarios. Los topónimos se impusieron intentando seguir una relación directamente proporcional entre la categoría del espacio y la del propio nombre asignado, que de esa manera observan idéntica división: hay justicia si a un espacio principal le corresponde un nombre acorde, e injusticia, cuando aquellos se identifican con nombres considerados secundarios, o cuando sucede a la inversa.
Asimismo, es útil verificar el cumplimiento efectivo del intervalo mínimo fijado desde una muerte para habilitar el homenaje (y de la natural disposición que los impedía en vida), que terminaría derogado en 1902. Agreguemos la trascendencia buscada con cada nombramiento, que permite dilucidar entre una concesión de honores de amplia difusión pública que vincula a un espacio céntrico con un nombre “prestigioso” y una designación veloz y ruidosa, y una medida burocrática municipal con un perfil más rutinario, en general más distante del fallecimiento de la persona invocada, donde a un espacio secundario le cabe un nombre equivalente, aunque siempre político46. Estas variables ofrecen interesantes perspectivas para develar parte del sistema de valores imperante, exponiendo lo que cada topónimo representaba. Como otros artefactos identitarios, los más selectos “nombres ilustres” se instalarían pronto -algunos simultáneamente- en muchas otras ciudades argentinas de diferente tamaño, de origen colonial o nuevas, confluyendo, en diferentes situaciones, con cada panteón local.
Carranza y la ciudad de las dos memorias
Revisemos ahora la norma de 1904, ineludible tanto desde lo instrumental (estableció la división en seis polígonos de numeración, aún vigentes, limitando la prolongación de los nombres) como desde lo cuantitativo (designó 372 espacios no identificados de reciente ocupación o bien aún no urbanizados, complementando su similar de 1893)47. Es, pese a la anteriormente declamada intención de atemperar esa tendencia, prolífica en alusiones a participantes y hechos de los conflictos bélicos externos e internos del siglo XIX todavía pendientes, recordando también a funcionarios de actuación más próxima. De este modo, en los más de 2000 topónimos porteños el compartimento más abultado es el de los militares, seguidos de abogados y eclesiásticos: debajo de los motivos insignes yace sumergida una esencia implícita que acompañó las decisiones en la etapa en la que se nominó a casi todos los rincones de la ciudad48.
La comisión especial designada por la intendencia para esa tarea repitió a dos de los miembros de aquella de 1893: Orma y Montes de Oca, ahora acompañados por el historiador Adolfo Carranza (1857-1914), autor de un trabajo al respecto que, de alguna manera, suplió la ausencia de explicaciones sobre las razones de cada elección (esta y otras normativas fueron redactadas como simples comunicaciones burocráticas)49. Porteño, abogado y fundador de la Revista Nacional -con temas de historia, literatura y leyes, que contó con Mitre entre varios colaboradores célebres-, Carranza fue impulsor y director del Museo Histórico -otro importante dispositivo de memoria, en el que fue apoyado por Mitre- desde 1890 hasta su muerte. Un episodio anecdótico acredita su participación permanente en temas inherentes a la toponimia urbana: el 9 de junio de 1908, en el legislativo capitalino surgieron dudas ante un reemplazo. En ese contexto, planteó el concejal Sommer: “…sería conveniente, como en otros casos, antes de sancionar este proyecto, que interviniera en él el señor Carranza”50.
Vínculo con Mitre e innegable comunión historiográfica entre ambos; sitio de privilegio con relación a la construcción de la historia nacional; referencia obligada en todo lo relativo a nomenclatura. Carranza sería, por un cuarto de siglo, un firme custodio de la memoria, con atributos que lo destacaban sobre sus pares. Y algo más: poco después, en los preparativos del centenario, expondría un ideario municipalista, proclive a patrocinar políticas de memoria compensatorias en el sur de la ciudad, frente al norte como escenario exclusivo de los eventos organizados por la comisión nacional51. Así, fue un personaje a caballo entre dos memorias, la nacional -que lo constituía-, definitivamente consolidada, y la porteña -que contribuía a constituir-, en pleno desarrollo.
Una memoria comunal que comenzó a manifestarse en ciertos aspectos de la nomenclatura, esencialmente barrial: en esta ordenanza se postulaba a los líderes de la secesión porteña de 1852; en 1905, a los primeros pobladores de la ciudad (1580); Federico Lacroze era nominado por “su sobresaliente colaboración en el progreso general del país y muy especialmente en el de este municipio”; Carlos Calvo, por “diversos servicios prestados al pueblo y a la ciudad de Buenos Aires”52; ambos topónimos, apenas usados fuera de la capital, son notorias excepciones a la tendencia nacional a imitar su nomenclatura. También, a denominaciones vinculables a la memoria nacional se las asociaba de algún modo a un panteón local; Urquiza como ideólogo de la organización del municipio; Sarmiento, concejal; o con expresiones como “hijo de la ciudad”. Y otro relevante síntoma constitutivo de una creciente autonomía social con sus representaciones específicas, tributarias de esta novedosa memoria porteña, es el protagonismo de sociedades de extranjeros o simples vecinos peticionando determinada toponimia53.
Trabajo terminado
Visto desde la nomenclatura, la construcción de las diagonales céntricas (1913) ofreció dos nuevas deseables ubicaciones, y, por lo tanto, sus futuros nombres debían ser bien estudiados; tratándose de Buenos Aires, era impensable que estas modernas arterias se conservaran por mucho tiempo como “Norte” y “Sud”, referencias cardinales que el edil Aguilar propuso considerar transitorias: “…es prudente que exista una reserva de calles importantes, para si en el porvenir fuera necesario darle el nombre de pueblos, o de personas que hayan merecido bien de la patria [...] sean un exponente de gratitud a la vista de todo el pueblo de la ciudad de Buenos Aires. De lo contrario, más adelante, quizá, habría que cambiar el nombre de ellas como ha pasado ya, [...] esto deja, a mi modo de ver, un sentimiento de malestar...”54.
Nuevos sitios preferenciales a la expectativa de nombres importantes, sin recurrir a antipáticos desplazamientos: de no haber “disponibles”, ¿por qué no esperar que los haya? Al poco tiempo, en 1914, las muertes casi simultáneas de dos rivales políticos cubrieron esa vacancia: Roque Sáenz Peña (presidente en uso de licencia, el 9 de agosto) y Julio Argentino Roca (ex presidente en dos períodos, el 19 de octubre).
Paralelamente, se identificaron decenas de pequeños pasajes barriales con motivos que referían mayoritariamente a personajes ilustres y ciudades europeas, hasta entonces escasos55. La presentación del proyecto en el legislativo municipal constituyó un signo claro de que la empresa había finalizado:
“...en el curso del prolijo estudio que de la nomenclatura de las calles (se) ha realizado muy pocos argentinos que tengan un verdadero título a la consideración de sus conciudadanos han escapado a ella. La historia de la patria ha sido analizada minuciosa y detalladamente. Allí están los nombres de todos los personajes de primera y mediana magnitud [...] considerando cumplido ese deber de gratitud nacional (se) salió de la historia patria para ir a la de todos los pueblos en procura de esos nombres que no pertenecen a la vida local de una nación dada, porque sus obras y la acción de su sabiduría, trasponiendo sus límites, cundió en beneficio de la humanidad entera”56.
En definitiva, asignar a espacios modestos nombres cosmopolitas no vinculados al deber nacional de fijar una identidad ya percibida como sólida, con la integración política en marcha y las ideologías obreras “peligrosas” en retroceso, no acarreaba conflicto alguno. Trabajo terminado: más de mil nombres se sumaron o reemplazaron a los preexistentes, y los cambios posteriores ya no afectarían sustancialmente los criterios de elección. Sin embargo, a pesar de la minuciosidad declamada, no estaban todos los personajes: algunos con -podría argumentarse- títulos a la consideración de sus conciudadanos, habían escapado a la nomenclatura metropolitana. Pero la relación indisoluble entre esta y la nación ya estaba sellada, colocándose topónimos que la identificaban, de acuerdo a sus magnitudes, en espacios correspondientes: los de primera en los centrales, los de mediana en los suburbios.
Ejemplos notables
El 26 de junio de 1901, al cumplir Bartolomé Mitre ochenta años, se celebró su jubileo57, una sucesión de eventos monumentales con réplicas en prácticamente todo el país: en ese marco, se propuso rebautizar con su nombre a la entonces calle Piedad, y, en simultáneo, a varias calles y plazas de diferentes ciudades58: considerado un patriarca republicano, la propuesta tuvo un amplio consenso y se convirtió en un caso singular, más aun tratándose de alguien que había contribuido a guionar la narrativa histórica que inspiraba la selección de topónimos porteños.
En primer lugar, se originó en los poderes nacionales -participando del debate en el Congreso Nacional importantes figuras públicas-, y no en el Concejo Deliberante de la ciudad, lo cual desconcertó a los ediles sobre sus competencias: fue evidente en octubre, al discutirse la designación de la calle Urquiza; y al año siguiente, un legislador, esgrimiendo que “el Concejo de la ciudad de Londres acaba de dar nombres [...] a miles de calles”, intentaba reivindicar esa facultad, aunque dudaba de poder emplear nombres de personas o efectuar cambios59. En segundo, el proyecto desestimaba la prohibición municipal vigente sobre homenajes en vida (y hasta diez años transcurridos desde la defunción, suprimida poco después60). En tercero, un doble conflicto de atribuciones mostró tensiones bastante habituales: por un lado, entre el legislativo nacional y el municipio; por otro, entre los poderes ejecutivo (responsable de un presuroso y cuestionado decreto61) y legislativo municipales. Veamos los dichos del diputado y futuro presidente Quintana:
“Una de las grandes atribuciones [del congreso], que no puede ni debe delegar en nadie, ni en el ejecutivo, ni en la municipalidad, es la de acordar honores a los grandes ciudadanos que han obligado la gratitud de la República por sus servicios eminentes. Entonces al sancionar este proyecto de ley [...] no usurpa atribuciones de ninguna otra corporación legal ni constitucional del país. El congreso ejerce una atribución propia y exclusiva. Podría decirse [...] que la apertura de calles o su nomenclatura está en general y en los casos ordinarios, entregada a la decisión municipal. Pero la municipalidad de la capital de la República no es más que una delegación de los altos poderes nacionales; la verdadera legislatura de la capital es el congreso nacional; y si esta entiende que haciendo plena y merecida justicia al señor general Mitre, debe acordar su nombre a la calle Piedad, nosotros no podemos vacilar, porque la cuestión constitucional no existe. [...] Nuestro simpático intendente, por lo visto, había dictado un verdadero úkase. Esta es la consecuencia de haberse entreverado con tantos reyes y reinas en su último viaje; ha venido con tendencias monárquicas inquietantes”62.
La iniciativa salvaba la legalidad presentándose como parte de un proyecto del legislativo nacional, facultado constitucionalmente para “decretar honores”, que el municipio, al no tener permitido un homenaje de esta índole, debía limitarse a acompañar; de fondo, un topónimo funcional a ambas memorias, un Mitre nacional o uno tal vez algo más porteño, contribuyó a las desavenencias en torno a su apropiación. Por otro lado, la extraordinaria repercusión pública configuró un escenario alejado de cualquier nombramiento rutinario.
El proyecto se aprobó en la Cámara de Diputados el 5 de junio y tres días después en la de Senadores63, donde los oradores no ahorraron adjetivos, tanto quienes lo apoyaron -los ex presidentes Uriburu y Pellegrini, Miguel Cané-, como Manuel Mantilla, quien -sin cuestionar al homenajeado, dada su filiación partidaria-, objetó la propuesta “decretada sin facultad por el intendente municipal” desde su prevención republicana, régimen que “…excluye la apoteosis oficial y aun la popular de los que todavía son sobre la tierra voluntad y fuerza activas”. Este reconocimiento en vida no inquietó a Cané, quien brindó un llamativo argumento: “El general Mitre [...] no es un hombre peligroso ya para este país, ni para el mundo”64, sugiriendo que el anciano senador estaba ya más cerca del mito que de la política, incapaz de encarnar proyectos alternativos que condujeran a la divergencia tan temida.
En la tarde anterior, en cambio, el legislativo municipal había mostrado total consenso: con discursos reverentes, abundantes declamaciones republicanas y alusiones a la indiscutible personalidad de Mitre, expresó su adhesión al cambio del nombre, enfatizando que Buenos Aires era “cuna del ilustre General” y criticando, como Quintana y Mantilla, al intendente Bullrich: “El decreto […] ha invadido facultades del Concejo, y éste […] quiere dejar constancia de que no acepta semejante procedimiento para el futuro...”65. Arteria céntrica y extensa, amplia repercusión política y social, homenaje en vida, peculiaridades notables; el caso expone claramente las implicancias de la toponimia: uno de los nombres más brillantes, uno de los espacios más codiciados.
Buenos Aires. Basílica Nuestra Señora de la Piedad y chapa señalizadora de la calle Bartolomé Mitre -en detalle, arriba, a la derecha- (Captura Google Maps, 14-09-2022).
Por otro lado, el nombre de Alberdi66 representa la contracara del anterior: 35 largos años pasaron desde su deceso hasta el momento del homenaje, ya con un callejero consolidado. De la mano de legisladores socialistas, tras algunos intentos previos que no prosperaron, el 28 de noviembre de 1919 una ordenanza rebautizó “Alberdi” a una avenida todavía suburbana, alejada del centro edilicio, político y financiero. En este caso, su personalidad sí se cuestionaba: la unanimidad alcanzada en el renovado Concejo Deliberante -surgido del voto universal masculino- contrastó con la dispar reacción de los diarios, que enfrentó a La Nación (“El Socialismo Argentino y la guerra. Un premio a la traición”67), con La Prensa (“La traición de Alberdi, viejo ‘leit motiv’”, respuesta de David Peña68). Para el espíritu de la ordenanza de 1893, era un nombre riesgoso; finalmente, con el radicalismo en el gobierno nacional y un socialismo vigoroso en la ciudad (y siempre muy atento al nomenclátor, desde “Jean Jaurès” hasta las primeras feministas), se decidió incluirlo.
El nombre de José Gervasio Artigas también pasó aquel año del olvido al panteón: un siglo antes, sus posturas lo habían enfrentado a las autoridades de Buenos Aires, conflicto sin grises en la prosa de Mitre: un Directorio69 nacional; un caudillo intransigente y soberbio. Artigas comenzaría a ser reivindicado en el tramo final del siglo XIX: el Uruguay moderno lo necesitaba héroe nacional70, y ese sería el título evocado por el legislativo porteño que habilitó su ingreso en el nomenclador local junto a otros veinticinco sujetos y objetos uruguayos o uruguayizados, obviamente en calles barriales71. Estos y otros nombres72 testimoniaban que se empezaba tímidamente a pluralizar el panteón; y, aunque evidente, también a reconocer que el sistema heroico no era el único. Ni siquiera el óptimo, advertía el concejal socialista Giménez: “Nuestra ciudad no tiene la feliz organización como La Plata o algunas ciudades de Norte América, cuyas calles se designan sólo por números…”73.
Consideraciones finales
Desde fines del siglo pasado -hemos dado breve cuenta-, la historiografía alumbró andamiajes conceptuales seguros en cuestiones vinculadas a una toponimia nacional y republicana, situándola entre los lugares de memoria. Partiendo de allí, puede decirse que esta también poseería más alcance didáctico-pedagógico que monumentos, libros o rituales, constituyendo el principal, sino el único contacto cotidiano con la historia para la mayoría de las personas. Así lo afirmaba el manual de 1823, que marcó el inicio de un callejero con el cual se apuntalaron desde la ciudad de Buenos Aires -centro político argentino, federalizado en 1880- la construcción de la nación, la organización política del estado, su validación historiográfica y la conservación de la memoria nacional, junto a diferentes instrumentos como estatuas, educación universal, tradiciones y la cristalización e institucionalización de una apropiación del pasado.
Los nombres que identifican a los espacios públicos porteños recuerdan, como en tantas latitudes, especialmente hombres ilustres -militares por sobre civiles-, aconteceres, lugares y fechas patrias; pero aquí la cuestión se generalizó, presentándosela como universal. Quienes incidieron directamente en los nombramientos, funcionarios nacionales, ignotos legisladores comunales o comisionados asesores vinculados a la joven historiografía, compartían un horizonte ideológico en sus contribuciones hacia el propósito fundamental de afianzar la nación, aunque los dos últimos tipos también representaron, junto a un incipiente imaginario cívico, la construcción y/o constitución de una memoria porteña. Dada la masividad de la aplicación elegida, la ciudad conservó escasísimos nombres espontáneos.
Entre 1880 y 1916, aproximadamente, una ciudad en constante expansión y un régimen político excluyente facilitaron el desarrollo sistemático de este recurso para consolidar una identidad nacional fundada sobre determinados pilares, desde una cierta interpretación histórica. En primer lugar, estableciendo tácitamente cotizaciones espaciales para los sitios designados, atendiendo tanto a su centralidad como a su extensión o superficie; en segundo, dejando huellas temporales sobre sus prioridades (y postergaciones no menos evidentes), hasta el extremo poco republicano de homenajear en vida, transparentando intencionalidades políticas y relativizando normativas, en abierto conflicto de atribuciones entre el Congreso y el municipio; en tercero, empleando como bloques significantes aquellos motivos patrióticos que tempranamente se esbozaron en 1822, se vislumbraron en 1857, se ratificaron en 1893, y se detallaron en 1914 con el trabajo terminado. En este punto, Mitre y López fueron erigiéndose en referentes historiográficos insoslayables, camino que continuaría con Carranza y derivaría luego en un vínculo más institucionalizado entre política e historia.
No sorprende en esa lógica el reemplazo de topónimos céntricos: los nuevos o futuros lugares urbanos, remotos, eran considerados indignos para apellidos ilustres, y es en este punto donde el vínculo entre nomenclatura urbana y nación adquirió su mayor nitidez, excediendo la simple responsabilidad del ámbito municipal en el ordenamiento del espacio. Todo, guardando una justa correlación entre nombre, urgencia y ubicación, y cuidando celosamente a la ciudad -a la nación, al estado, a la memoria e identidad- de los nombres peligrosos.
Voces aisladas, como la de Saldías, advirtieron omisiones, aunque sin cuestionar la premisa legitimadora del nomenclador. No obstante, activaron la puja política local por la toponimia, uno de sus rasgos distintivos: la selección no conformaba a todos. Así, su diseño implicó diversas tramas en torno a una identidad legitimadora del poder estatal que se manifestaron en exclusiones, jerarquizaciones, retórica republicana y aspiración de unanimidad para prevenir objeciones; y, aun ante consensos amplios, en algún problema de atribución.
Otros topónimos, sin entrañar grandes amenazas, carecían de significación: no perdurarían, dado el impulso municipal que, con su voluntad de nombres, llevó al extremo este método de nombramientos. En suma, minuciosa y detalladamente, se reconocieron a todos los poseedores de méritos primeros o medianos, de acuerdo a una relación personaje-tiempo-espacio: el deber para con la nación había sido cumplido. Sin embargo, la ausencia de ciertos nombres considerados ilegítimos evidenció la parcialidad de la identidad instalada.
Los municipales percibieron, hacia 1913, una oportunidad para aprovechar espacios centrales sin mediar sustituciones, y, previendo la “reserva” de las nuevas diagonales, planificaron homenajes a futuro: no importaba tanto a quien, sino en función de qué. Y en los barrios, apelaron a migueles ángeles y galileos, prescindiendo del ya casi centenario vínculo vernáculo entre nomenclatura y nación: si la ciudad contenía todos los nombres que debían estar, no había riesgo en hacerlo. Poco después, un nuevo tiempo político permitió, por un lado, algunos rescates tardíos, patrocinados por partidos emergentes que comenzaban a pluralizar la memoria; por otro, aceptar que el modelo empleado era solo uno de los posibles. En general, sus nombres insignes se expandieron a casi todas las ciudades del país; sin embargo, instituir un topónimo es un ejercicio de poder: las diferentes miradas sobre el pasado y la inestabilidad política generarían fuertes controversias.
Notes
1
Agradezco valiosos comentarios y sugerencias a Adrián Gorelik, José Rilla y a los expresados en los dictámenes del Comité de Passés Futurs.
2
Daniel Milo, “Le nom des rues”, en Pierre Nora (dir.), Les lieux de mémoire II. La Nation 3. La gloire, les mots, París, Gallimard, 1997 [1986], p. 1891.
3
Es decir, referencias a prohombres de la etapa independentista y de la organización nacional consagrados por la tradición liberal.
4
Buenos Aires no fue una excepción a la prevalencia de “…aspectos anecdóticos, acumulando los autores casos ‘interesantes’, sin ocuparse de su significación o su representatividad”. Daniel Milo, “Le nom des rues”, en Pierre Nora (dir.), Les lieux de mémoire II. La Nation 3. La gloire, les mots, París, Gallimard, 1997 [1986], p. 1887. Por otra parte, aunque una institución como el Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires -en adelante, IHCBA- ha reivindicado a la nomenclatura urbana como una de sus funciones primordiales, escasean enfoques alternativos. Una saludable excepción, lo realizado por Ana Laura Lanteri sobre Mar del Plata.
5
Pierre Nora, “De la République a la Nation”, en Pierre Nora (dir.), Les lieux de mémorie I. La République, París, Gallimard, 1997 [1984], pp. 559-560.
6
Otros trabajos han analizado ítems similares; por ejemplo, Derek Alderman, “Street names and the scaling of memory: The politics of commemorating Martin Luther King, Jr within the African-American community”, en Area, 35, nº 2, 2003, pp. 163-173.
7
Porteña/o, actual gentilicio relativo a la ciudad de Buenos Aires.
8
Alberto Gabriel Piñeiro, Barrios, calles y plazas de la ciudad de Buenos Aires: origen y razón de sus nombres, IHCBA, 2008 [1983]; Vicente Osvaldo Cutolo, Buenos Aires, historia de las calles y sus nombres, Buenos Aires, Elche, 1994 [1988].
9
Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires -en adelante, MCBA, Manual de Buenos Aires. 1823, Documento anónimo transcripto por Jorge Ochoa de Eguileor, 1981.
10
MCBA, Manual de Buenos Aires. 1823, Documento anónimo transcripto por Jorge Ochoa de Eguileor, 1981, pp. 25-27. Actualización ortográfica y negritas, nuestras.
11
MCBA, Manual de Buenos Aires. 1823, Documento anónimo transcripto por Jorge Ochoa de Eguileor, 1981, pp. 27-31.
12
Y la más barata, lo que facilita su difusión: “…algunas placas de dirección son infinitamente menos costosas que un monumento”. Maurice Agulhon, Historie vagabonde I. Ethnologie et politique dans la France contemporaine, Paris, Gallimard, 1988, p. 186.
13
Nos referimos al régimen encabezado por Juan Manuel de Rosas, gobernador de Buenos Aires (1829-1832; 1835-1852), y al siguiente periodo de cisma entre Buenos Aires -que no adhirió a la constitución sancionada en 1853- y el resto de las provincias (1852-1861), ambas etapas atravesadas por guerras civiles; recién luego de estas se encaró la organización nacional (1862-1880) y emergió la Argentina moderna.
14
Pilar González Bernaldo de Quirós, Civilité et politique aux origines de la nation argentine. Les sociabilités à Buenos Aires 1829-1862, París, Publications de la Sorbonne, 1999.
15
Junto a dos fechas patrias (25 de Mayo, 9 de Julio) son los topónimos urbanos argentinos más usuales, escoltados por los nombres de las principales provincias, otros personajes insignes, los triunfos militares más destacados (Maipú, Chacabuco), “Libertad” e “Independencia”.
16
La ciudad colonial las había contado en abundancia: calle de la zanja, calle de las torres, hueco de las cabecitas, entre otras.
17
Tulio Halperín Donghi, Una nación para el desierto argentino, Buenos Aires, CEAL, 1982, p. 9.
18
Natalio R. Botana, El orden conservador. La política argentina entre 1880 y 1916, Buenos Aires, Sudamericana, 1998 [1977], Estudio preliminar, pp. VII-VIII.
19
La ciudad multiplicó por nueve sus habitantes en menos de medio siglo, pasando de 177787 (primer censo nacional, 1869) a 1575814 (tercer censo nacional, 1914).
20
Todos estos aspectos han sido ampliamente estudiados en numerosos y calificados trabajos. Por ejemplo, Adrián Gorelik, La grilla y el parque. Espacio público y cultura urbana en Buenos Aires, 1887-1936, Bernal, Editorial de la Universidad Nacional de Quilmes, 1998.
21
En 1882 se numeraron las calles, aunque sin mayor trascendencia.
22
Lilia Ana Bertoni, “Construir la nacionalidad: héroes, estatuas y fiestas patrias (1887-1891)”, en Boletín del Instituto Ravignani, n° 5, 1992, cita tomada de La Prensa, 14 de mayo de 1889; conceptos precedentes, pp. 77-111.
23
Oscar Terán, Positivismo y nación en la Argentina, Buenos Aires, Punto Sur, 1987, p. 13.
24
Eric Hobsbawm, “Introduction: Inventing Traditions”, en Eric Hobsbawn y Terence Ranger (dir.), The Invention of Tradition, Cambridge, Cambridge University Press, 2000 [1983], p. 14.
25
Eric Hobsbawm, “Mass-Producing Traditions: Europe, 1870-1914”, en Eric Hobsbawn y Terence Ranger (dir.), The Invention of Tradition, Cambridge University Press, 2000 [1983], pp. 272-273.
26
Fernando Devoto, “Estudio preliminar”, en Fernando Devoto (dir.), La historiografía argentina en el siglo XX (I), Buenos Aires, CEAL, 1993, p. 14. Véase también Diana Quattrocchi-Woisson, Los males de la memoria. Historia y política en Argentina, Buenos Aires, Emecé, 1995.
27
Nora Pagano, “La Nueva Escuela Histórica”, en Fernando Devoto y Nora Pagano, Historia de la historiografía argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2009, p. 162. Enrique Udaondo tendría un papel destacable en ese cometido.
28
Adrián Gorelik, La grilla y el parque. Espacio público y cultura urbana en Buenos Aires, 1887-1936, Bernal, Editorial de la Universidad Nacional de Quilmes, 1998, p. 217.
29
MCBA, Diario de sesiones de la Comisión Municipal. Versiones Taquigráficas, 1907, p. 143.
30
En una publicación oficial posterior son notorios algunos ajustes; reemplazos, corrección de repeticiones y ortografía, y, sobre todo, agregados: así, la cifra preliminar de unos 350 asciende a 500 aproximadamente. MCBA, Ordenanza general de Nomenclatura de calles, Buenos Aires, Imprenta Lotería Nacional, 1896.
31
MCBA, “Nombramiento de la comisión especial encargada de proyectar la nomenclatura general de calles, plazas y avenidas”, notificación, 31 de mayo de 1892.
32
MCBA, “Informe de la comisión especial dando cuenta de su cometido”, 1893, p. V.
33
MCBA, “Informe de la comisión especial dando cuenta de su cometido”, 1893, p. V. Negritas nuestras, como las que siguen. En otro orden, este formato, una comisión elaborando un informe orientado hacia una doble búsqueda de soluciones prácticas y de justificación de las designaciones, remite inequívocamente al modelo parisino y haussmaniano. Sobre ello, ver Florence Bourillon (dir.), Changer les noms des rues de Paris. La Commission Merruau-1862, Rennes-París, Presses universitaires de Rennes - Comité d’histoire de la ville de Paris, 2012.
34
Adrián Gorelik, La grilla y el parque. Espacio público y cultura urbana en Buenos Aires, 1887-1936, Bernal, Editorial de la Universidad Nacional de Quilmes, 1998, pp. 23-29.
35
MCBA, “Informe de la comisión especial dando cuenta de su cometido”, 1893, p. VII. Florida había pasado a ser la calle comercial más importante de la ciudad. Por otra parte, ya se habían reemplazado topónimos, en todos los casos para recordar héroes: Parque (Lavalle, 1878); Potosí (Alsina, 1878); Garantías (Rodríguez Peña, 1883) y Temple (Viamonte, 1883); tras esta norma, hasta 1916 siguieron Comercio (Humberto 1º, 1900); Piedad (Mitre, 1901); Artes (Carlos Pellegrini, 1907); Buen Orden (Bernardo de Irigoyen, 1907); Lorea (Luis Sáenz Peña, 1907); Europa (Carlos Calvo, 1908); Cuyo (Sarmiento, 1911) y Andes (José E. Uriburu, 1916).
36
MCBA, “Informe de la comisión especial dando cuenta de su cometido”, 1893, p. VII.
37
MCBA, “Informe de la comisión especial dando cuenta de su cometido”, 1893, p. VIII.
38
MCBA, “Nomenclatura general de calles y plazas del municipio”, ordenanza, noviembre 27 de 1893, p. XII. Durante la Revolución Francesa se había dispuesto esa condición para “conceder los honores del panteón” a grandes hombres. Mona Ozouf, “Le Pantheón”, en Pierre Nora (dir.), Les lieux de mémorie I. La République, Paris, Gallimard, 1997 [1984], p. 170.
39
MCBA, “Informe de la comisión especial dando cuenta de su cometido”, 1893, pp. VIII, IX, X y XI.
40
Escasísimas alusiones a mujeres, casi siempre patricias o religiosas, integraron el nomenclátor porteño hasta una fecha tan tardía como 1995. Aquí ingresaron algunas en condición de héroes subalternos.
41
Un claro y naturalizado anacronismo aplicado a los tiempos revolucionarios.
42
La Prensa, Buenos Aires, 4 de abril de 1893, p. 5, 1.ª a 3.ª cols. A los pocos días, Juan Espora marcó nuevas omisiones en un tono similar. La Prensa, Buenos Aires, 10 de abril de 1893, p. 4, 6.ª y 7.ª cols.
43
La Prensa, Buenos Aires, 4 de abril de 1893, p. 5, 2.ª col.
44
“Nomenclatura de calles, las críticas del Dr. Saldías”, La Prensa, Buenos Aires, 5 de abril de 1893, p. 5, 4.ª y 5.ª cols.
45
Obviamente casi todos son calles, pasajes y avenidas; aun así, no soslayamos parques, plazas y plazoletas porque, por un lado, su menor disponibilidad obliga a una mayor selectividad en los nombres asignados, y por otro, eran espacios apreciados, ya que se esperaba del incipiente sistema de parques urbanos una importante doble función higiénica y civilizadora.
46
“Es en todos los tiempos una decisión altamente política asignar un nombre personal a una vía pública”. Maurice Agulhon, Historie vagabonde I. Ethnologie et politique dans la France contemporaine, París, Gallimard, 1988, p. 93. Por otra parte, análoga relación entre nombres y espacios puede establecerse para batallas militares y motivos geográficos.
47
MCBA, Diario de sesiones de la Comisión Municipal. Versiones Taquigráficas, Libro único, 1904, pp. 1001-1002. La asignación de cien números por cuadra, establecida en 1887, regía desde 1894. Algunas arterias excepcionalmente mantuvieron su denominación pese al cambio de polígono, alcanzando direcciones postales de cinco cifras, circunstancia poco práctica.
48
También en la toponimia argentina corriente abundan extraordinariamente este tipo de nombres: centenas de lugares (ciudades nuevas, pueblos, estaciones ferroviarias) aluden a personas; aunque aquí comparten el predominio con los de terratenientes, varios recuerdan a generales o coroneles.
49
Razón del nombre de plazas, parques y calles de Buenos Aires: 1895, dos ediciones (Yvaldi & Checchi, Guillermo Kraft); la tercera (1910, Kraft) incorporó los nombres de 1904.
50
MCBA, Diario de sesiones del Honorable Concejo Deliberante. Versiones Taquigráficas, Libro I, 1908, p. 185, 1.ª col.
51
Adrián Gorelik, La grilla y el parque. Espacio público y cultura urbana en Buenos Aires, 1887-1936, Bernal, Editorial de la Universidad Nacional de Quilmes, 1998, p. 201.
52
MCBA, Diario de sesiones del Honorable Concejo Deliberante. Versiones Taquigráficas, 1908, Libro I, p. 185, 3.ª col.; y II, p. 629, 2.ª col., respectivamente.
53
Por caso, Méndez de Andés (1902), inmigrante asturiano devenido industrial y filántropo.
54
MCBA, Diario de sesiones del Honorable Concejo Deliberante. Versiones Taquigráficas, 1913, Libro I, p. 90, 3.ª col. Por otro lado, nótese la expresión similar a la del Manual de Buenos Aires tras nueve décadas.
55
Aunque no desapercibidos, llegando a ser incluso objeto de críticas por “demasiado cosmopolitismo” (observación de Juan Espora en La Prensa, Buenos Aires, 10 de abril de 1893, p. 4, 7.ª col.).
56
MCBA, Diario de sesiones del Honorable Concejo Deliberante. Versiones Taquigráficas, 1914, Libro II, p. 158, 3.ª col. Negritas nuestras.
57
Era usual en la época celebrar pomposamente a una personalidad pública al llegar a esta edad, acontecimientos tal vez inspirados en los jubileos de la reina Victoria (1887/1897). En Buenos Aires, ningún otro alcanzó estas dimensiones.
58
Sin embargo, no era un estreno absoluto: el topónimo ya existía en arterias de alguna que otra localidad y se había usado en los antiguos ejidos de Belgrano y Flores, distinciones en vida similares a las recibidas por su contemporáneo Sarmiento.
59
MCBA, Diario de sesiones de la Comisión Municipal, 1902, p. 492.
60
La legislación vigente de la actual Ciudad Autónoma de Buenos Aires (su status desde 1996) recoge la restricción, lo cual evitó la aprobación de propuestas como “Diego Maradona” o “Papa Francisco”, presentes en otras ciudades argentinas; además, protege los nombres designados antes de 1904, declarándolos patrimonio histórico.
61
El Poder Ejecutivo Nacional, encabezado por el presidente Roca, la casi totalidad de ambas cámaras del Congreso, el gobierno municipal a cargo de Adolfo Bullrich y el legislativo local coincidieron plenamente con el homenaje. Con tan dilatado consenso, el conflicto se centró en las competencias de cada poder y nivel desde los alineamientos políticos que las atravesaban, que sería engorroso detallar aquí: una posible lectura es que el roquista Bullrich pretendió con el decreto expresar rápidamente la voluntad del gobierno de Roca (quien lo había designado), lo que le deparó las críticas de diputados y senadores y del concejo municipal, que Roca y su aliado -el propio Mitre- acordaron clausurar pocos meses después.
62
El País, Buenos Aires, 6 de junio de 1901, p. 5, 5.ª y 6.ª cols. Curiosamente, Quintana ve riesgos para el republicanismo por un tema de competencias entre poderes y niveles de gobierno, mientras argumenta en favor de un homenaje en vida.
63
Congreso Nacional, Cámara de Senadores, Diario de sesiones de la Honorable Cámara de Senadores, Buenos Aires, Establecimiento tipográfico El Comercio, 1901, p. 910, 2.ª col. El senado la convirtió en ley número 3988.
64
Ambas intervenciones en El País, Buenos Aires, 9 de junio de 1901, p. 5, 2.ª y 3ª cols.
65
MCBA, Actas del Concejo Deliberante de la ciudad de Buenos Aires correspondientes al año 1901, Imprenta Dalmazia, 1902, p. 110.
66
Juan Bautista Alberdi (1810-1884), prestigioso intelectual y diplomático de origen provinciano, inspirador de la constitución de 1853; opositor a la Guerra del Paraguay (1865-1870), y por lo tanto a Mitre y al establishment porteño. El ingreso de su nombre a los nomenclátores argentinos fue generalmente tardío y en sitios alejados, a pesar de ser reivindicado tanto por un sector de las elites tradicionales como por el socialismo en crecimiento.
67
La Nación, Buenos Aires, 30 de noviembre de 1919, p. 7, 2.ª y 3.ª cols. Este medio -fundado por Mitre en 1870 y dirigido por sus descendientes hasta 2020- ha vuelto recurrentemente sobre la toponimia: todavía en el siglo XXI, lamentaba lo poco conservadora que había sido la cultura local frente a “una tendencia mundial” (13-04-2006), en línea. Paradojal, con relación a la apoteosis de 1901, un artículo de Pablo Sirvén objetando que “todo se llama Néstor” (Kirchner, ex presidente entonces a dos años de fallecido, 09-12-2012), en línea.
68
La Prensa, Buenos Aires, 1º de diciembre de 1919, 2.ª sección, p. 5, 1ª a 4.ª cols. Por otra parte, confirmando una vez más el influjo de Buenos Aires, los espacios llamados “Alberdi” en Argentina, salvo excepciones (Salta; previsiblemente Tucumán), no son centrales y los homenajes se demoraron, contrastando con los casos de Mitre o Sarmiento.
69
Ejecutivo unipersonal centralista establecido en Buenos Aires (1814-1820), resistido por varias provincias.
70
José Rilla, “Artigas ha vuelto”, en Passés Futurs, n° 9, 2021. “Su memoria sería rescatada de la ignominia para ponerla al servicio de una narrativa nacional, republicana y estatal…”.
71
MCBA, Diario de sesiones del Honorable Concejo Deliberante. Versiones Taquigráficas, Primer período extraordinario, Tomo III, 1919-1920, pp. 1312 y sigs.
72
Como el de Leandro Alem -en este caso, en un espacio destacado-, fundador y estandarte de la Unión Cívica Radical, nuevo partido gobernante; José Hernández, autor del elevado a poema nacional “Martín Fierro”, etc.
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MCBA, Diario de sesiones del Honorable Concejo Deliberante. Versiones Taquigráficas, Primer período extraordinario, Tomo III, 1919-1920, p. 1313, 1ª col.
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