« El documental hace de la dificultad de representar al pasado su propia premisa »
Nicolás Prividera

Nicolás Prividera

Nicolás Prividera (Buenos Aires, 1970) es poeta, crítico, licenciado en ciencias de la comunicación y director de cine, egresado del ENERC (Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica). Ha dirigido dos documentales de fuerte impacto en la cinematografía argentina reciente, galardonados tanto en su país como en el exterior. Su obra – en un estilo ensayístico que muestra las marcas de directores ligados a la Nouvelle Vague como Chris Marker y Jean-Luc Godard – está atravesada por la preocupación acerca de la presencia del pasado en el presente, la relación entre historia y memoria, y el peso de ambas en la vida de una nación.

M, 2007

En su primer film, M (2007), la indagación autobiográfica del director por la suerte de su madre (militante de la organización guerrillera peronista de izquierda Montoneros, desaparecida durante la dictadura militar de 1976-1983) da pie a una acerba crítica a la responsabilidad de las dirigencias de esas organizaciones frente a sus miembros. El film también entraba en diálogo con otras producciones estrenadas hacia esos años – también dirigidas por hijos de desaparecidos – que evidenciaban un interés similar respecto a la militancia de la generación de sus padres (como Papá Iván [María Inés Roque, 2004] y Los rubios [Albertina Carri, 2003]). En este sentido, Prividera se alejaba tanto de la identificación mimética con la experiencia de compromiso y participación política en los años ‘70 como de quienes tendían a enfatizar la distancia infranqueable con la generación precedente, sugiriendo más bien la posibilidad de una recuperación crítica de esa experiencia.

M (2007), el primer largometraje del realizador Nicolás Prividera.

Tierra de los padres

Un similar juego entre temporalidades es el que da cuerpo a Tierra de los padres (2011), donde el relato deja de ser en clave individual para abarcar al conjunto de la historia argentina. Ambientada en el cementerio porteño de la Recoleta – suerte de panteón de la élite argentina en el que conviven los restos de algunas de las figuras más importantes del pasado nacional –, la película consiste en una serie de diálogos imaginarios entre los habitantes de la necrópolis, representados por fragmentos de sus obras leídos por anónimas figuras. El anacronismo deliberado de superponer las luchas políticas del siglo XIX (unitarios y federales) con las del siglo XX (peronismo y antiperonismo, insurgencia guerrillera y terrorismo de Estado) genera un efecto de extrañamiento que, como en su ópera prima, ilustra la imbricación de pasado y presente.

Tierra de los padres (2011)

Ambas obras conforman una trilogía que se cierra con Adiós a la memoria (2020), recientemente estrenada, en la que el director bucea en las memorias de su padre, víctima de amnesia. Cine, historia y política también se dan cita en su más reciente producción, el cortometraje Yo maté a Antoine Doinel (2019)1, humorística constatación de las dificultades para ajustar cuentas con las esperanzas (frustradas) del pasado.

Además de su obra fílmica Prividera es un importante crítico de cine. En sus ensayos —algunos de los cuales fueron recogidos en El país del cine. Para una historia política del Nuevo Cine Argentino (Buenos Aires, Los Ríos, 2014) – plantea una mirada sobre la filmografía argentina reciente que subraya la ausencia de una adecuada conciencia histórica en buena parte de las producciones que la crítica ha englobado bajo el término común de « Nuevo Cine Argentino » (estrenadas aproximadamente entre 1995 y 2010). Tal carencia refiere no sólo a la ausencia de marcas de época que refieran al presente en que fueran filmadas, sino sobre todo a las dificultades de comprensión del lazo que las une con el pasado de la cinematografía nacional. Esta brecha entre el « viejo » Nuevo Cine Argentino (término también empleado en la década del ’60 para referir a otra generación de directores, en un contexto político-ideológico muy distinto) y el que surge a fines del siglo pasado mostraría la huella aún presente del impacto del terrorismo de Estado de los años ’70 y sus efectos duraderos sobre nuestra memoria.

Daniel Sazbón – En tu obra (fílmica y sobre todo crítica) la preocupación por la historia es explícita. Pensando en las características propias del lenguaje cinematográfico (si es que puede pensarse en un lenguaje) ¿qué tratamiento del pasado permite el cine? ¿Qué recursos propios de este registro considerás que permiten una forma particular de acercamiento, comprensión o tramitación de la historia o de representación del pasado?

Nicolás Prividera – Ciertamente el cine ha sido pensado como un « lenguaje » (dejando de lado las discusiones y precauciones al respecto), pero en todo caso se trata de un lenguaje que solo habla en presente y debe los otros tiempos: en el cine, como en el teatro, no hay pasado ni futuro. Solo se puede filmar en presente. Por eso la conjugación y conjuración del tiempo entraña una dificultad que cada cineasta busca resolver a su manera, antes de que la película misma se convierta en documento de un tiempo ido. Pero, a diferencia del cine de ficción, el documental asume esa condición sin tratar de esconderla: hace de esa imposibilidad su premisa.

Sin embargo, desde que existe la autoconciencia de « género » (es decir, prácticamente desde sus inicios como tal), documental y memoria son términos intercambiables. El cine, que no puede sino dar cuenta del presente, se asume como registro de « lo que ha sido » (como decía Barthes hablando de la fotografía), para conservarlo entre luces y sombras (la « momificación » baziniana).

Pero esa concepción iluminista y antropológica solo devino mandato (est)ético tras la experiencia límite del exterminio planificado (que para Godard es el punto central – y ciego – del cine como arte del siglo XX). Desde su lenta pero continua revisión del pasado inmediato, la pregunta sobre cómo dar cuenta del horror (ese pasado que no pasa) atravesó la historia del cine con tanta constancia como desconfianza.

Se trata ante todo de un problema moderno, por eso el documental tiene una historia desfasada de la ficción, pese a su origen común: es como si recién en la segunda posguerra el documental tuviera que enfrentarse al problema de la memoria, luego de haber estado fascinado por el presente. Y desde esa autoconciencia comienza un proceso que aún nos interroga, de la mano de un problema que excede al cine y es parte de todo el campo cultural desde entonces: el problema de la memoria, es decir, de los abismos simétricos del olvido y el memorialismo. Podría decirse que desde entonces el cine buscó respuesta a esa demanda contradictoria y paradójica, tratando de encontrar múltiples formas de acercarse a ese objeto elusivo, imposible: como si procediera rodeando esa ausencia. Acaso por eso durante ese período se incuba el llamado cine-ensayo, de Marker a Godard.

M, 2007

M, 2007.

Daniel Sazbón – Pensando en esta autoconciencia del documental, recuerdo que en tu propio trabajo (aquí pienso en M) empleás una serie de recursos – las fotos de tu madre proyectadas al lado de tu propio rostro, frases sobreimpresas en la imagen antes de su enunciación, incluso una imagen fugaz de Proust en un esténcil callejero – que parecen aludir a ese juego intertemporal. ¿Podrían pensarse estas estrategias como parte de una autorreflexión sobre la relación entre pasado y presente en la operación cinematográfica?

Nicolás Prividera – Si, claro. Tiene que ver con esto que decía de asumir la dificultad de representar(se) el pasado sin tratar de esconderla. Es una operación brechtiana, digamos, que en el cine se vuelve más acuciante aun que en el teatro por su poder analógico y catártico.

En el cine esa dialéctica entre « opacidad y transparencia » (por decirlo en los términos con que algunos teóricos del cine refieren a ese común problema de las artes representativas) es mucho más determinante porque la ficción (modalidad, más que género, dominante) ocupa la mayoría de las pantallas, bajo la forma que Burch llamó « modelo de representación institucional », y que no es otro que ese « lenguaje » que conocemos casi como única lengua posible del cine.

Frente a esa hegemonía (que propone no solo la transparencia para representar lo real, sino también lo real del pasado) la mejor tradición documental es la que plantea el carácter convencional de toda representación. En el caso de M, no se trata solo de compensar la ausencia de un archivo sino de mostrar el archivo mismo como ausencia, como algo inerte que requiere actualización y reinterpretación.

Daniel Sazbón – En tus trabajos críticos pusiste el acento en las diferencias entre historia y memoria, indicando el déficit de la primera y la sobreabundancia de la segunda en ciertas expresiones del cine argentino reciente. ¿Dirías que tal desproporción entre ambas formas de pensar la relación del presente con el pasado puede encontrarse también en otros registros fuera del cinematográfico? 

Nicolás Prividera – Sin duda podemos encontrar esa tensión entre historia y memoria en distintos tipos de registros, no solo artísticos, visto que esa dicotomía es parte de esa deriva cultural que mencionaba antes. Pero no en todas partes existe esa tensión mediada por ese « déficit de historicidad » que encontramos en el cine argentino desde los años 90.

En Estados Unidos la historia es tan consustancial al cine que encontramos referencias a su cultura política hasta en las películas de super-héroes. En Europa, por otra parte, ese trauma de guerra hace que tanto historia como memoria parezcan dos pesadas losas que atenazan la posibilidad de liberarse del peso del pasado.

En Argentina, pese a la experiencia de la dictadura (o acaso por ella) se produce a la vez un proceso de desmemoria y deshistorización, al menos en el grueso del cine argentino. Desde ya, hay que estudiar ese fenómeno en relación con lo que sucede en el campo político y cultural, y las tres décadas que llevamos de posdictadura.

En cierto modo, es como si el cine argentino no hubiera superado los años ’90. No en vano el llamado “Nuevo Cine Argentino”, surgido en esos años, aún se piensa como un fenómeno actual. Pero si tomamos la obra de Martín Rejtman, por poner un ejemplo central ya que ha filmado a lo largo de estos veinte años, podemos ver una curiosa repetición entre Rapado (1994) y Dos disparos (2014): los jóvenes de ambas películas son igualmente lánguidos, como si no hubiera pasado nada entre esas épocas y aun siguiéramos presos de esa deriva posmoderna que dejó entre nosotros el neoliberalismo, iniciado en la dictadura y vuelto a sufrir en los 90 y durante la presidencia de Macri. Pero lo que sucedió en el medio fue la emergencia del kirchnerismo y la reaparición de una discusión política que parecía enterrada incluso tras la crisis de 2001.

Daniel Sazbón – En relación con la pregunta anterior, ¿cómo pensás la tensión entre objetividad y subjetividad en tu aproximación al pasado histórico reciente? ¿Y por fuera de tus propias producciones? ¿Pensás que en la actualidad este acento en la subjetividad obtura (o alimenta) una cierta conciencia histórica?

Nicolás Prividera – Siempre traté de escapar al giro subjetivo, incluso cuando hice una película en la que era inevitable poner mi cuerpo en juego. Siempre me pareció un problema replegarse sobre la intimidad, que en el cine argentino suele adosarse además con una mirada infantilizada, replegada en la adolescencia como tema y punto de vista. Y cuando esa mirada se encuentra hasta en el cine de hijos de desaparecidos o militantes, es aún más penoso.

Como decía Octavio Getino de los films de los primeros años de democracia:

« se produjeron numerosos films relacionados con los “recuerdos”. Pero se rehuyó trabajar con la memoria. El recuerdo, como diría Alain Resnais, es apenas un “estado”, mientras que la memoria implica un acto de toma de conciencia crítica, difícil de desarrollar sin entrar en colisión con buena parte de una sociedad inclinada hacia el olvido ».

En ese sentido, el encapsulamiento en la propia subjetividad y la propuesta de identificarnos con una mirada infantil y/o meramente doliente (con su constante puesta en escena de un duelo circunscrito a lo psicológico y no al otro sentido combativo de esa palabra), nos deja presos de « una intimidad inofensiva » (por usar el título que le dio Tamara Kamenszain a su libro sobre la Nueva Narrativa Argentina, y hay que aclarar que para ella no era una crítica…).

El problema no es solo esa contradicción interna en un sector clave – la actitud memorialista (sea nostálgica o renegadora del pasado) en un cine que debería desafiarla –, sino que se asume como parte de un discurso sobre la memoria en el que no hay posibilidad de diálogo intergeneracional: esa brecha es una de las herencias de la dictadura, aunque desde ya hay excepciones, films y autores que piensan la memoria como un territorio continuamente en disputa.

Daniel Sazbón – Esta marca dejada por la dictadura, esta brecha intergeneracional por la ausencia/ desaparición de una generación, ¿hasta qué punto sigue obturando o condicionando las posibilidades de la conciencia histórica? ¿Pensás que la reapertura de la discusión política que señalabas más arriba podría contribuir a contrarrestar esa imposibilidad de recuperación del pasado en nuestro cine? (pienso aquí en tu invocación a tomar a la memoria como « condición para la acción » en lugar de mera rememoración).

Nicolás Prividera – Mirá, justo acabo de leer una vieja entrevista a Emilio De Ipola, publicada en Punto de Vista en los 90 [« Un legado trunco », PdV 58, 1997], en la que contaba la extrañeza que sintió al entrar en la facultad de Ciencias Sociales al volver del exilio, ante carteles o volantes con ciertas consignas que le recordaban los años 70, y que parecían no tener registro del cambio que había acontecido (hay que agregar que, como él mismo admite, ni siquiera De Ipola pudo escapar a los cambios mismos que sucedieron durante el mismo gobierno de Alfonsín, a quien le escribió los discursos hasta la sanción de las leyes de punto final y obediencia debida…).

O sea: ciertamente siempre andamos a oscuras en nuestro propio presente (como ya sabían Hegel y Marx, ¿no?), pero también en relación al pasado cuando no se produce ese diálogo entre generaciones, o incluso dentro de la misma generación (pienso en la polémica entre De Ipola y Rozitchner, sin ir más lejos, que nunca llegó a desarrollarse). A lo que me refiero es que no solo pesa la ausencia de una generación, sino la dificultad en ese diálogo polémico, que es también una de las herencias de la dictadura.

En ese sentido, el advenimiento del « kirchnerismo » (y me refiero más al 2008 que al 2003, en tanto ese sujeto político apareció cuando se articuló cuando tuvo una clara oposición) parecía un  momento que iba a facilitar el retorno de la discusión (política, estética, etc.), pero no fue sino otro modo de obturación, porque todo lo pendiente volvió a caer dentro de esa grieta (la polémica sobre el « no matarás » de Del Barco, por ejemplo, que pese a lo aluvional de los textos que produjo no llegó a ninguna iluminación, salvo la de demostrar que la distancia no alcanza y más bien hay discusiones que si no se dan en tiempo y forma no se darán nunca). De hecho mi película M (filmada durante 2004) apostaba a insertarse en una serie de discusiones que nunca tuvieron lugar (creo que es la última película argentina del período que propone alguna discusión).

Daniel Sazbón – Siguiendo con el par objetividad/subjetividad, tus propios films (particularmente M) ponen en tensión la distinción clásica entre documental y ficción, acercándose en este sentido a otras producciones relativamente recientes, tanto en nuestro país como fuera de él. ¿Pensás que esta presencia manifiesta de autor remite a rasgos epocales en la manera de pensar el pasado, y en general a cualquier discurso con pretensiones de verdad?

Nicolás Prividera – Sin duda eso tiene que ver con eso que se llamó « giro subjetivo », y con el triunfo de los pequeños relatos, justo durante el período formativo del llamado Nuevo Cine Argentino. Creo que para salir de esa trampa y acercarse a un discurso con pretensiones de verdad hay que dar cuenta de la propia posición, y tratar de trascenderla. Es decir, de escapar al pequeño relato íntimo para tratar de colaborar con una búsqueda mayor. Porque acaso no haya una Verdad ni un Gran Relato, pero no podemos dejar de intentar construir alguna narrativa histórica que nos trascienda.

El problema es que también el discurso crítico parece haberse congelado en las trampas de la memoria: se repiten palabras y tópicos, obras canonizadas y canonizantes, que nos dejan tan tranquilos como cualquier discurso políticamente correcto, pero que terminan siendo otra monumentalización que encubre el olvido, o la relación de ese pasado con el propio presente. Si las obras (artísticas y críticas) no pueden conectar pasado y presente más que con nostalgia o prescindencia (en vez de una suerte de productiva « melancolía de izquierda »), lo único que hacemos es repetir un esperable gesto más que desafiar nuestras propias condiciones históricas de producción (aunque más no sean las académicas y artísticas…).

Daniel Sazbón – Has planteado en varios de tus textos la relación entre el NCA y ciertos actores centrales en el campo cinematográfico local (espacios de crítica, escuelas de cine, festivales, circuitos de exhibición, etc.) ¿Puede atribuirse esa ahistoricidad del NCA a las formas de funcionamiento de ese campo? Y en ese caso: ¿cómo se explicarían históricamente a su vez tales rasgos de nuestro cine?

Nicolás Prividera – Precisamente estoy arrancando con una investigación (esta vez académica, más que cinematográfica) sobre esas cuestiones, muy poco tomadas en cuenta por las lecturas críticas habituales. En relación la « ahistoricidad » del Nuevo Cine Argentino, si bien es un problema que atañe en general al campo cultural (basta ver la relación entre el NCA y la « poesía de los 90 », por ejemplo), ciertamente es un fenómeno mucho más marcado en el campo del cine, que por definición tiende a tener marcas de época en vez de esquivarlas, aunque el cine argentino tiene una larga tradición de escaparle a toda referencialidad, incluso la menos conflictiva.

En todo caso, lo curioso es que el NCA extrema ese gesto, justo en momentos en que por primera vez el país vive una continuidad democrática inédita. He ahí una paradoja a elucidar. Y para eso hay que hacerlo históricamente, claro. Empezando por reponer la propia historia del cine, que suele ser escamoteada (sin ir más lejos, la constancia de que hubo otro « Nuevo Cine Argentino » en los 60, cuyo fracaso estuvo atado a la suerte de esa generación).

Tierra de los Padres, 2011

Tierra de los Padres, 2011.

Daniel Sazbón – Antes hablabas de la historia como « pesada losa », y has utilizado en otras ocasiones la referencia del 18 Brumario a la opresiva « tradición de las generaciones muertas » (sin ir más lejos, es una de las citas que abren Tierra de los Padres); pero por otro lado, como vimos, señalás también críticamente la carencia de historicidad en el cine argentino; ¿la productividad de esta « melancolía de izquierda » radicaría en una recuperación crítica del pasado que no implique ni su monumentalización memorialista ni su abandono?

Nicolás Prividera – Sin duda, no hay posibilidad de avanzar por fuera de esa dialéctica, para salir de la trampa de esos abismos simétricos: la monumentalización o la reificación del pasado. Esos caminos sin salida ya son habituales en el cine argentino, por seguir con mi tema de análisis.

Y en este caso se cruza con la dicotomía entre ficción y documental, que parecieran haber acordado una suerte de « división del trabajo », en la que la ficción abandona la historia (o la viste con « ropajes antiguos », para seguir con la cita de Marx) y el documental se dedica a monumentalizarla o teñirla de nostalgia (una contradicción para un cine que siempre pensó el presente e incluso se atrevió a pensar un futuro no distópico).

En ese sentido, la posibilidad de una « melancolía de izquierda » (que Traverso toma de Benjamin, ¿no?) implica de algún modo pensar en un irredento por-venir, aunque avancemos por un territorio incierto con el rostro vuelto hacia el pasado. No queda otro camino, al menos si queremos salir de la mera repetición de una lengua muerta.

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