La política revolucionaria latinoamericana en un contexto global
Aldo Marchesi, Hacer la revolución (2019)

Aldo Marchesi, Hacer la revolución (2019)

I

En su libro más reciente, Hacer la revolución. Guerrillas latinoamericanas, de los años sesenta a la caída del Muro (Buenos Aires, Siglo XXI, 2019), el historiador uruguayo Aldo Marchesi (UDELAR) reconstruye la emergencia de una cultura política transnacional común a un grupo de guerrillas conosureñas durante la « larga » década del sesenta del siglo pasado. Lo hace desde una perspectiva novedosa, que presta atención a los diálogos y circulaciones que se produjeron entre los militantes de cuatro organizaciones político-militares del Cono Sur: el Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros (MLN-T) de Uruguay, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) de Chile, el Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP) de la Argentina y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), luego también PRT, de Bolivia. Con implicancias teóricas e historiográficas que exceden estos cuatro casos, Marchesi narra la paulatina confluencia que se dio entre los integrantes de estas guerrillas según dos certezas comunes que modelaron sus subjetividades y animaron sus intercambios: las dimensiones regionales del enemigo a combatir y, por ende, de la revolución a construir y, en relación con este último punto, la inevitabilidad del recurso a la lucha armada, presagiada por la entrada del ejército rebelde a La Habana en enero de 1959 y consolidada como legado póstumo de Ernesto Guevara en Bolivia, ocho años después.

Hacer la revolución integra la colección « Hacer historia » de la editorial Siglo XXI y es el resultado de la investigación doctoral que el autor llevó a cabo en la New York University, que también dio a luz una versión previa de este libro en inglés, editada por Cambridge University Press en 20171. Con un tono narrativo pensado para un público más amplio que el especialista, el libro historiza el desarrollo de la « nueva izquierda » en el Cono Sur desde una mirada transnacional que busca trascender la dicotomía nacional-extranjero, en sintonía con los enfoques que, desde principios de este siglo, renovaron los estudios sociales anglosajones. Marchesi analiza la conformación de una cultura política – que se manifiesta en « acciones, ideas, sentimientos e interpretaciones del proceso político regional » (p. 23) – de dimensiones, al menos, regionales. Cultura política que, en los años de mayor integración regional, permitió, aunque por poco tiempo y con magros resultados, la conformación de una Junta Coordinadora Revolucionaria (JCR) que concentró la colaboración entre MLN-T, MIR, PRT-ERP y ELN durante la primera mitad de la década de 1970.

Marchesi rastrea los orígenes de esa nueva izquierda y los principales hitos de su bautismo y confirmación dados, además de por la Revolución Cubana y la muerte de Ernesto « Che » Guevara, por las instancias organizativas que, desde fines de la década de 1960, se nuclearon en torno a Cuba y canalizaron el descontento de diversas fuerzas políticas latinoamericanas autodefinidas como revolucionarias y antiimperialistas. Estos esfuerzos organizativos fueron concordantes, además, con los que se emprendieron en África y Asia : en efecto, los sesentas alumbraron organizaciones solidarias en los tres continentes en vías de desarrollo e incluyeron, dato no menor, una de representación conjunta, la « Tricontinental ». En este marco, Marchesi reconstruye el mundo de la Guerra Fría desde el Cono Sur y, al hacerlo con una perspectiva supranacional, cuestiona la pertinencia misma de la demarcación entre centro y periferia.

El historiador uruguayo dialoga con la literatura anglosajona sobre los Global Sixties y sitúa el surgimiento de la izquierda armada conosureña como emergente de un movimiento más amplio de disenso y revuelta, de escala planetaria. En ese mismo gesto, Marchesi propone « repensar la geografía de los sesenta » (p. 10), centrada usualmente en los Estados Unidos y Europa occidental, y considerar al Tercer Mundo no como mero decorado de aquéllos sino como parte integrante de « una misma red de circulación de ideas y actores » (p. 11). Por eso mismo, el autor se concentra en espacios y personajes bien delimitados y estructurados, también, por la cronología misma de los golpes de Estado de la región que condicionaron los movimientos de los militantes y los ciclos y cartografías del descontento.

El libro interroga los encuentros que tuvieron los militantes conosureños, viajeros y exiliados, en su mayoría vinculados con las direcciones de las organizaciones guerrilleras en Uruguay a fines de los sesentas, en Chile a principios de los setentas y en la Argentina durante el trienio peronista. No obstante, Hacer la revolución no culmina su indagación en 1976, luego del golpe de Estado en la Argentina que clausuró la posibilidad revolucionaria en el Cono Sur, sino que se extiende hacia la década siguiente en su afán de comprender las derivas de la derrota política y la relación entre la militancia revolucionaria y su par humanitaria, espolón del renacer democrático en la región.

Para reconstruir un objeto tan fragmentario – que involucra lugares, tiempos y personajes distintos y está inmerso en un contexto de clandestinidad política y represión estatal –, Marchesi recurre a diversos tipos de fuentes y ensaya una mirada integradora de los procesos ocurridos en los diferentes países del sur del continente. Documentos partidarios son atendidos por el historiador en conjunto con las fuentes estatales y los testimonios editados de los protagonistas de la experiencia de radicalización política. No obstante, la poca relevancia otorgada a los testimonios orales dificulta, en ciertos casos, dar cuenta de la representatividad o circulación que tuvieron los postulados e interpretaciones de la cultura revolucionaria por fuera de las instancias directivas de las distintas organizaciones. Más allá de esta consideración, en el trabajo de Marchesi queda de manifiesto que la reconstrucción histórica de los largos sesentas en América Latina, que no es otra cosa que la historia de la militancia revolucionaria y la represión estatal, es siempre una intervención parcial.

II

Los cinco capítulos que estructuran Hacer la revolución pueden pensarse como un itinerario posible de la irradiación hacia el sur del continente de las prácticas e ideales revolucionarios blandidos en Cuba. Si el fantasma que recorrió América Latina durante los sesentas se instaló en sus inicios en esa isla de las Antillas Mayores, Marchesi estudia en el primer capítulo del libro – « ¿Cómo es la revolución sin la Sierra Maestra ? Los tupamaros y el desarrollo de un repertorio de disenso para países urbanizados (1962-1968) » – las modalidades de apropiación de ese espectro por parte de los militantes del Cono Sur. El autor deja en evidencia que, en los tempranos sesentas y con el ejemplo fresco del proceso cubano, la revolución continuaba pensándose como un foco rural. Ya fuera en la pluma de su principal publicista, Regis Debray, o a partir de los discursos y campañas de Guevara, e incluso desde las propias palabras de Fidel Castro, la ciudad no prometía la combatividad y el anonimato que auguraban la selva y las sierras. Es por eso que, para proyectar la revolución deseada, los militantes argentinos, chilenos y uruguayos debieron repensar los métodos de protesta que había inaugurado la revolución en Cuba y adaptarlos, no sin acalorados debates, a las diversas realidades que observaban en sus países. Este es el proceso que analiza Marchesi en el Uruguay de la década del sesenta, primera parada de su trayecto y experiencia responsable, para el autor, de las primeras formulaciones de una cultura revolucionaria transnacional.

La definición de Montevideo como « un lugar propicio para la conspiración » (p. 51), tomada de un militante brasileño exiliado allí, permite a Marchesi dar cuenta de la intensa sociabilidad militante que se tejió en esa ciudad durante los años centrales de la década de 1960. Esta sociabilidad permitió la conformación de una incipiente red de contactos políticos que hundía sus raíces en el decenio previo. Revolucionarios argentinos, uruguayos y los primeros exiliados de la dictadura brasileña (1964-1985) pusieron en común sus experiencias y discutieron las estrategias para la revolución. Marchesi reconstruye las influencias variadas de las que se valieron en sus intercambios, desde el más conocido foco rural hasta las diversas formas de guerrilla urbana, inspiradas por el sionismo en Palestina, los partisanos de la Segunda Guerra Mundial o el nacionalismo argelino a lo largo de su guerra de independencia. En todo caso, y ese es el principal interés del autor, los contactos entre militantes argentinos, brasileños y uruguayos en Montevideo habrían sido centrales para la elección estratégica de la guerrilla urbana y para el armado de una red de contención que, una vez en operaciones, los protegiera de la represión estatal.

La muerte de Guevara en Bolivia y las derrotas de los primeros focos rurales intentados en el subcontinente abrieron el camino para que, detrás de la resonante aparición pública del MLN-T en Uruguay entre 1966 y 1968, los militantes del Cono Sur renovaran sus estrategias revolucionarias. La elección del carácter urbano de la actividad guerrillera implicó una resignificación del repertorio del disenso que, sostiene Marchesi, constituyó el puntapié para la construcción de una cultura política regional y revolucionaria.

Esa cultura política es examinada, en torno al ideal continental de revolución, en el segundo capítulo del libro, « Los lazos subjetivos de la solidaridad revolucionaria. De La Habana a Ñancahuazu (Bolivia), 1967 ». Allí, Marchesi rastrea el modelo revolucionario propagado desde Cuba y apropiado por los militantes del Cono Sur. Ese modelo, sostiene, estuvo apuntalado por dos instancias organizativas y un acontecimiento clave. Las primeras corresponden a las conferencias que se realizaron en Cuba en 1966 y 1967 en el marco de la Organización de Solidaridad de los Pueblos de África, Asia y América Latina (Tricontinental), primero, y de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), después. El acontecimiento clave fue la experiencia guerrillera de Guevara en Bolivia y, sobre todo, el impacto de su asesinato, en octubre de 1967. Según Marchesi, « los tres [hechos] fueron las expresiones más radicales del discurso de la estrategia continental cubana y tuvieron un profundo impacto en el Cono Sur » (p. 72). La Tricontinental y la OLAS funcionaron, en el esquema del autor, como válvulas que homogeneizaron el ideal revolucionario al tiempo que lo transnacionalizaron y lo distanciaron de las prescripciones de la izquierda de inspiración soviética, recelosa de la urgencia latinoamericana por la lucha armada. En un contexto en que las preocupaciones del Tercer Mundo organizado habían pasado, grosso modo, del desarrollo económico a la revolución, la voluntad de tomar las armas para lograr con premura el cambio social fue tanto la posición sustentada por el gobierno de Cuba como el denominador común que agrupó a distintas organizaciones revolucionarias que integraron la conferencia. Organizaciones que no habían participado oficialmente pero que serían, en muchos casos, las protagonistas de los años subsiguientes. Marchesi plantea que fue la dimensión continental del descontento reunida en la OLAS – potenciada por su antagonismo con la Organización de Estados Americanos (OEA) –  la que dio el empujón decisivo al PRT y al MIR para escoger el camino de las armas y al MLN-T para profundizarlo.

A este cuadro de efervescencia política, el autor suma la recepción que la militancia conosureña hizo del deceso de Guevara. Lejos de ser considerada como resultado de un fracaso político, la muerte del « Che » fue interpretada como el preludio de la victoria final. Recoger su legado, fórmula repetida incansablemente por los militantes de aquellos años, era emular su compromiso y continuar su lucha. En uno de los aspectos más originales del libro, Marchesi trabaja en este apartado con fuentes literarias, en particular con poemas, para develar la matriz sentimental que interpeló a los militantes del sur del continente. Quizás hubiera sido fructífero, en este punto, ubicar la pregnancia de la figura de un Guevara mártir al estilo de Cristo, ilustrada por la conocida foto que lo muestra tendido en La Higuera, en el contexto del viraje ideológico que, no sin pujas y conflictos, evidenció la Iglesia posconciliar en América Latina por aquellos años y sus amplios diálogos con el marxismo, que sin duda facilitaron aquella asociación.

En el tercer capítulo del libro, « Dependencia o lucha armada. Intelectuales y militantes conosureños cuestionan el camino legal al socialismo. Santiago de Chile 1970-1973 », Marchesi hace foco en el Chile de Salvador Allende y los intercambios que allí se produjeron entre los militantes e intelectuales del Cono Sur que, en palabras del autor, « contribuyeron a fortalecer y dar nuevos significados políticos a una red transnacional de militantes » (p. 106). Esa red confluyó en Santiago, la capital del país, además de por lo promisorio del nuevo contexto, por la dinámica de los exilios y reorganizaciones de los militantes que escapaban de la represión estatal. Coexistió, aunque esto se encuentre fuera del recorte del texto, con otras redes transnacionales como la cristiana que, detrás de la estela del cura guerrillero Camilo Torres, celebró, también en Santiago y en 1972, su primer encuentro de cristianos por el socialismo y fue bendecida por el propio Fidel Castro2.

Durante el trienio allendista, Chile fue refugio, además de los exiliados brasileños, de militantes del ELN boliviano y del MLNT uruguayo, perseguidos en sus respectivos países. Allí trabaron relaciones con los integrantes del MIR local y avanzaron, en algunas ocasiones, en acciones conjuntas. Producto de la contingencia histórica y la confluencia ideológica, el mapa se transformaba y Santiago se convertía en el epicentro de las reflexiones revolucionarias de los militantes conosureños. Pero no solo de ellos. En su afán por complementar « acontecimientos » con « formas de pensar y sentir », y articular así el Zeitgeist de una época, Marchesi también considera la dimensión cultural de la lucha política revolucionaria, centrada en la producción de los intelectuales que proveyeron de una teoría a las organizaciones de la izquierda armada del sur del continente. Fernando Henrique Cardoso, Enzo Faletto, André Gunder Frank, Marta Harnecker, entre otros, brindaron a una generación de militantes la justificación teórica de su compromiso político.

El episodio de la huida de los militantes argentinos del penal de Rawson en 1972 y su asilo en Chile es la coyuntura que permite a Marchesi estudiar la solidaridad revolucionaria que se activó en aquellos días en la capital trasandina y que visibilizó la existencia de contactos previos. Esa solidaridad no se sustentaba en los principios ideológicos de los distintos grupos intervinientes sino en la voluntad de combatir a través de la lucha armada a un enemigo de dimensiones regionales. Descartada la uniformidad ideológica como principio ordenador de la JCR, el autor no explicita por qué dicha solidaridad quedó circunscripta a estas cuatro organizaciones (MIR, PRT-ERP, MLN-T y ELN) y no alcanzó a otras guerrillas de gran desarrollo político en la región. Lo que parece claro para Marchesi es que la coyuntura regional, cuyo pulso estuvo marcado por los golpes de Estado regionales, modeló la cultura revolucionaria transnacional. Puntualmente, el autor demuestra que el derrocamiento de Allende fue entendido por estos militantes como la prueba de la inviabilidad de los métodos legales de transición al socialismo. Esa certeza se pone en juego en el tercer escenario de la región escogido por Marchesi y tema del cuarto capítulo : la Argentina peronista.

En « La partida decisiva de la revolución en América Latina. Militantes bolivianos, chilenos y uruguayos en la Argentina peronista. Buenos Aires, 1973-1976 », Marchesi aborda el contexto que se abrió tras la recuperación de la democracia en la Argentina y el golpe de Estado en Chile. Las nuevas particularidades del contexto ubicaban a Buenos Aires como la retaguardia de la – todavía factible – revolución continental. Si el MIR había conducido los destinos de la JCR durante los años previos, en el nuevo ordenamiento sería el PRT-ERP, la única guerrilla que incrementaría su poderío militar en esta coyuntura, la que contaría con mayores recursos para hacerlo.

Para Marchesi, el lugar de la JCR en estos años descansó en la necesidad que tuvieron los militantes, frente el aislamiento interno en la Argentina y los golpes en Uruguay y Chile, de fortalecer las redes regionales. No es casual, plantea el autor en este sentido, que la JCR tomara estado público luego de la fallida toma del cuartel de Azul en 1974, en el contexto de la ilegalización del ERP y del endurecimiento del Código Penal en la Argentina. En esta misma dirección, tampoco es fortuito que la dimensión internacional de la JCR se robusteciera luego del golpe de Estado de 1976, ante la gran dificultad de seguir militando en la Argentina.

Más allá de la creciente influencia que el PRT-ERP ejercería sobre los otros grupos de la coordinadora – que implicaría desavenencias con el MIR y la participación en los debates colectivos y orgánicos de los otros dos grupos –, fueron pocas las acciones emprendidas por la JCR en la Argentina peronista. Sí hubo, por ejemplo, militantes chilenos y uruguayos que participaron junto con el PRT-ERP en el territorio liberado que la guerrilla argentina intentó instalar en Tucumán. En todo caso, estas iniciativas conjuntas, centrales en la extensión de una cultura revolucionaria transnacional, comenzaron a naufragar a medida que la represión en la Argentina fue intensificándose.

El último capítulo del libro, « Sobrevivir a la democracia. La transición de la lucha armada a los derechos humanos (1981-1989) » constituye una novedad en tanto y en cuanto amplía la cronología usual utilizada para pensar los « largos sesentas » a fin de considerar los modos en que las guerrillas procesaron su derrota. Más que como un capítulo, este apartado funciona como un epílogo de los restantes. Si las cuatro secciones previas demuestran una gran correspondencia entre objeto y enfoque transnacionales, el quinto capítulo precisa de la consideración de los distintos escenarios nacionales para ser efectivo y deviene, en este esquema, más fragmentario que los anteriores.

Marchesi recorre las opciones de las distintas organizaciones durante el retorno a la democracia en la región. Casos opuestos como el de MLN-T, que se integró al sistema político uruguayo, y el del PRT-ERP, cuyo desprendimiento más tardío intentó la fatídica toma de un cuartel en 1989, son cotejados con una notable sensibilidad historiadora que le permite al autor eludir la mirada teleológica y abordar la posibilidad del cambio revolucionario aún en la década de 1980. Producto de la derrota, algunos de los militantes revolucionarios se integraron al movimiento de derechos humanos que florecía internacionalmente con el fin de denunciar el terrorismo de Estado de las dictaduras del Cono Sur. Marchesi plantea una participación ambigua de parte de los integrantes de la JCR, dada por una aceptación pragmática de la estrategia humanitaria sin la resignación del horizonte revolucionario. Esta ambigüedad, presumiblemente, también esté relacionada con el grupo de protagonistas que analiza el historiador uruguayo: la contradicción entre revolución y derechos humanos se expresó, en mayor grado, en los estratos dirigentes de las organizaciones armadas – encargados de pensar y comunicar las tácticas y estrategias partidarias – que en el resto de su militancia3.

III

En las reflexiones finales del libro, Marchesi reinscribe las dinámicas revolucionarias del Cono Sur dentro de la narrativa de los Global Sixties. La adaptación de la revolución producida en Cuba a las condiciones vigentes en el sur del continente alumbró una cultura política común a las guerrillas latinoamericanas y posibilitó, en los momentos más crudos del terror estatal, mantener el sueño revolucionario. Un sueño que, aclara el autor, no fue en absoluto privativo de América Latina y se expresó en movimientos armados en Asia y África también. De conjunto, la investigación de Marchesi permite tanto poner en cuestión el adjetivo « fría » de una guerra que se libró en los continentes « en vías de desarrollo », como plantear matices con respecto a la división centro-periferia del mundo : los personajes que circularon por los sesenta globales, sostiene el autor, pertenecieron a una misma red de intercambios.

El enfoque de la investigación y la concepción del devenir histórico de su autor constituyen dos grandes aciertos del libro. Marchesi propone un recorte que, además de contemplar procesos supranacionales, trasciende las miradas más habituales sobre el fenómeno político-militar, que han proyectado el peso del proceso histórico a las prescripciones ideológicas y culturales de las distintas guerrillas. Estas perspectivas, situadas de lleno en la vida interna de las organizaciones, escrutan la subjetividad partidaria y consideran al discurrir histórico como su resultado lineal y necesario. Impiden, de este modo, observar y estudiar la contingencia. En esta línea, Marchesi plantea « que no se puede atribuir una relación causal entre ideología y acción colectiva » (p. 228). La radicalización política no fue solamente ideológica. Dependió también de las distintas coyunturas y sus contingencias, del marco económico social en el que se desenvolvió, de la conformación de una cultura política transnacional y de la represión estatal de dimensiones continentales. Marchesi presta atención a todas estas cuestiones y por eso el fresco que devuelve de aquellos años posee los matices necesarios para abordar y entender la complejidad del fenómeno investigado.

Dice Enzo Traverso que el siglo XXI, a diferencia de los dos que lo precedieron, « nació como un tiempo marcado por un eclipse general de las utopías »4. Es desde este presente signado por la derrota de las versiones más radicales de la izquierda que Marchesi recupera las coordenadas de una época en la que el cambio revolucionario era posible o, al menos, pensable. Y lo hace con una sensibilidad histórica que le permite desestimar los resultados políticos como principios explicativos de los procesos para detenerse en sus condiciones de posibilidad y en sus dinámicas y, sobre todo, para restituir la incertidumbre que los propios protagonistas experimentaron en aquellos años. Por todas estas razones, Hacer la revolución es un libro de referencia tanto para quien se interese por el campo de la historia reciente y las organizaciones armadas latinoamericanas como para quienes deseen aproximarse a una perspectiva historiográfica novedosa sobre aquellos años y a una práctica sensible del oficio del historiador.

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1

El título es Latin America’s Radical Left. Rebelion and Cold War in the Global 1960s.

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2

Dijo Castro en aquella ocasión : « Cuando se busquen las similitudes entre los objetivos del marxismo y los preceptos más bellos del cristianismo, se verá cuantos puntos de coincidencia hay » (Gustavo Morello, « El Concilio Vaticano II y su impacto en América Latina : a 40 años de un cambio en los paradigmas en el catolicismo », en Cuestiones contemporáneas, vol. 49, no 199, México, enero-abril 2007).

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3

Como ejemplo, el PRT-ERP participó junto con Montoneros de la creación de la Comisión Argentina de Derechos Humanos (CADHU) que, pensada desde una demarcación nacional, cobijó la participación de numerosos militantes del Buró Político del partido. Para los militantes de la CADHU, su tarea de denuncia no resultaba contradictoria, sino complementaria y fundamental, para cumplir con las demandas que precisaba el cambio revolucionario. Rodrigo González Tizón, « “Cada voz que se alce puede salvar una vida en Argentina”. La producción testimonial de los sobrevivientes de los Centros Clandestinos de Detención en el marco de la Comisión Argentina por los Derechos Humanos (1979-1983) », Papeles de Trabajo, 10 (17), 2016.

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4

Traverso, Enzo, Melancolía de izquierda. Marxismo, historia y memoria, Buenos Aires, FCE, 2018, p. 31.