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Atrocidades visuales

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Vicente Sánchez-Biosca

Reflexiones metodológicas en torno a la historicidad de las imágenes

The dichotomy between witnessing these scenes

and fulfilling the role of the reporter is evident

in the account of Roman Karmen,

who recalls himself and his colleagues

overcoming their emotions

as they recorded images of civilians killed by the Nazis near Moscow in 1941

and 1942 but weeping as they saw the rushes.

Similarly, the American photographer

Margaret Bourke-White,

on an assignment for Life magazine,

recalls truly registering the sights for the first time

only on seeing the eventual prints,

when "the protective veil" had been lifted1.

Ningún género de imágenes pone tan a prueba el estatuto del universo contemporáneo, un universo que reposa abusivamente sobre lo visual, como las imágenes de atrocidades2. Si bien lo pensamos, su origen no se remonta muy atrás3, pero la intensidad de nuestra convivencia con ellas y su progresión en escalada induce a pensar que nos han acompañado desde siempre. Esta prioridad, que es también un test y un reto permanente, se debe a varias razones. La primera es que representan el horror en forma de instantáneas fugaces, pues si en el acto de captar el fenómeno atroz algo escapa, podría extraviarse con ello la esencia del acontecimiento. La segunda obedece a la urgencia con que tales imágenes son puestas en circulación, ya que, amén de la competencia encarnizada que en los escenarios mediáticos entabla este tipo de productos, su consumo lleva aparejada una rápida e inevitable erosión. La tercera es que este tipo de fotografías o imágenes en movimiento tienen que ver con el sufrimiento humano y por esta razón están destinadas a conmover al público hasta la profunda aflicción. El patetismo, con todo, puede oscilar en una longitud de onda que va del desgarro descorazonador hasta convenciones melodramáticas rayanas en lo kitsch. Y, por demás, la amenaza de incurrir en la obscenidad planea siempre sobre ellas. Da la sensación, en suma, de que el riesgo del instante que envolvió su captura coloca las imágenes resultantes ante un abismo de perentoriedad que no las abandonará jamás, aun cuando sean observadas mucho tiempo después del acontecimiento representado y este haya caído para entonces en el olvido.

Estos tres componentes (instante de captación, urgencia de difusión y patetismo del consumo) constituyen constantes estructurales de cualquier imagen de atrocidad, mas también un yunque en el que se forja su optimización y su efecto. Tal vez por ello este género visual ha sido clave en el desarrollo del fotoperiodismo moderno en el que la arriesgada labor del profesional ha convertido al reportero en un héroe moderno que no vacila en ubicarse en el centro mismo de su obra autodefiniéndose por su inquebrantable independencia y arrojo. Es probablemente por una cuestión genealógica por lo que la imagen -sobre todo, la fotográfica- se convirtió en la via regia de acceso a la noción de atrocidad4.

El instante, el índice: el mito de la fotografía

La primera cuestión mencionada más arriba -la que se refiere al instante irremplazable de la toma- abre el escenario a una de las reflexiones más elaboradas por los teóricos de la fotografía, quienes la han reivindicado y preservado con celo como particularidad inalienable y exclusiva de este medio de expresión, hasta el punto de que su aplicación a otros soportes no solo genera reticencias, sino que incluso se antoja una auténtica herejía. Henri Cartier-Bresson acuñó una expresión afortunada -el “instante decisivo”- en un texto homónimo publicado en 1952, para definir el ideal fotográfico no siempre -lamentaba- accesible5. Otros optaron por términos igualmente estimulantes, como Alfred Eisenstadt, quien lo denominó el “story-telling moment”, subrayando la potencia narrativa de ese instante, mientras que Victor Burgin, inspirándose en las reflexiones de Lessing sobre la representación del instante terrible en la figura del Laocoonte, se inclinó por atribuirle el nombre de “instante pregnante”. Este énfasis en lo fugaz como algo exclusivo del medio, capaz, sin embargo, de condensar lo que ocurrió antes y lo que sucederá después, ambos momentos excluidos del corte instantáneo, inspiró las indagaciones y los escritos de los teóricos modernos de la fotografía, los por así decir inexcusables autores, como Walter Benjamin, Roland Barthes, Susan Sontag, Philippe Dubois o Eduardo Cadava, por solo citar un puñado de aquellos que, partiendo de perspectivas disciplinares bien distintas, abordaron el medio fotográfico en lo que este tiene de relación existencial con la realidad. Tal singularidad, que se tiñe de intenso dramatismo en el caso de las atrocidades, se caracterizaría por la primacía del referente en el medio fotomecánico o, lo que es lo mismo, por su condición indicial. Con ánimo sintético y solo en tanto en cuanto ilumina nuestro objeto de investigación, vale la pena recordar brevemente esas teorías.

“[C] on la fotografía ya no es posible pensar la imagen al margen del acto que le da acta de nacimiento”, señalaba Philippe Dubois en 19836. La afirmación conecta la representación fotográfica con el acto de enunciación que la produce y que el autor denomina “acto icónico”, es decir, a la vez una acción humana y una representación7. Inseparable de su enunciación, la imagen es comprendida, así, como un proceso pragmático, que, en lugar de agotarse en el resultado de la foto, implica todo cuanto rodea su toma, la selección operada en la realidad y, por supuesto, lo que su autor ha dejado fuera de campo, voluntaria o involuntariamente. Esto mismo es lo que otro teórico -Jean-Marie Schaeffer- abrazará con el término dispositivo8. Y es que la segunda característica de la fotografía, estrechamente ligada a esta, es su carácter indicial, es decir, el hecho de que la representación se produce en ella por contigüidad física con el referente, a diferencia de esos otros tipos de signos -los iconos o los símbolos- que, en la semiótica pragmática de Charles Sanders Pierce, actúan por sustitución o convención9. En suma, lo que Dubois aborda desde una óptica semiótica y en Schaeffer tiene resonancias de Foucault, otros autores lo desarrollan partiendo de una perspectiva filosófica o poética.

Así pues, cuando Roland Barthes sostiene que la fotografía “lleva siempre su referente consigo” o, en un tono más evocador, que “el referente se adhiere” al signo10, no hace sino poner el acento en que la relación entre la realidad y la representación cambió para siempre desde que la fotografía hizo su irrupción en la escena histórica. En esa dirección apuntaba, cincuenta años antes, Walter Benjamin al postular que, a pesar de la técnica y la habilidad del fotógrafo, el espectador se siente siempre constreñido ante una foto a buscar la “chispita minúscula de azar, de aquí y ahora, con que la realidad ha chamuscado por así decirlo su carácter de imagen”11. El hecho es que ese cortocircuito entre realidad y representación, ese nexo inexorable que encadena una fotografía a su hic et nunc, tiene una consecuencia indefectible en la condición temporal de la instantánea: está congelada en el tiempo, suspendida, pero también, y fatalmente, es leída por su intérprete desde la posteridad a aquello que representa. Esa singularidad ha permitido a numerosos teóricos completar el cuadro con lo que cabría llamar la paradoja de su temporalidad. Barthes lo formuló diciendo que el noema de la fotografía radica en su constatación ineluctable de que “esto ha sido” (“ça-a-été”)12, y que la foto, cualquier foto, es por naturaleza emanación de lo real, como si de una magia y no de un arte se tratase13. De ahí también que el autor, quien concibió su libro La cámara lúcida como una reflexión habitada por el intento de hacer presente el cuerpo de su madre recientemente fallecida (un duelo, en suma), más que como una tentativa de rigurosa elaboración teórica, ponga el acento en ese aspecto de la fotografía que él denomina punctum (porque, además de surgir del azar, hiere y punza al observador sugiriéndole su encuentro con lo incognoscible). El punctum, escribirá Barthes, es un residuo que alcanza aspectos involuntarios, pero esenciales, en detrimento de ese otro ámbito (proporcionalmente mucho más extenso), analizable y explicable, de la fotografía que es, en su terminología, el studium y que recoge todo cuanto es intencional, codificado y, a la postre, nombrable. Ínfimo e inencontrable quizá en muchas fotografías, el punctum devendrá en la esencia de la fotografía, en especial en los numerosos seguidores, epígonos y perezosos divulgadores de la obra de Roland Barthes.

Aun cuando el punto de partida es muy distinto del suyo, converge con los aspectos centrales de este diagnóstico Susan Sontag cuando reconoce en la paradoja temporal de la fotografía, es decir, su congelado del instante y su lectura como futuro de un pasado, la matriz de un arte nostálgico y crepuscular por naturaleza: “La fotografía -dice en Sobre la fotografía, su primer libro sobre esta forma de expresión que data de mediados de los setenta- es un arte elegíaco, un arte crepuscular […]. Todas las fotografías son memento mori. Tomar una fotografía es participar de la mortalidad, vulnerabilidad, mutabilidad de otra persona o cosa. Precisamente porque seccionan un momento y lo congelan, todas las fotografías atestiguan el paso despiadado del tiempo”14.

Es así, a partir del análisis de su adherencia a la realidad y su congelación del tiempo para una lectura en el futuro, como se ha convertido en hegemónico (incluso en doxa) un discurso referencialista en torno a la fotografía que, pese a su indudable brillantez, deja varios ángulos muertos, uno de los cuales resulta especialmente preocupante: el abandono de la dimensión histórica de esos productos forenses del instante; dimensión sin la cual la fotografía de atrocidades (pero, en el fondo, cualquier fotografía) perdería paradójicamente toda dimensión de aquí y ahora.

El primero de estos ángulos muertos se refiere a lo que, en terminología barthesiana, sería el studium, es decir, todo aquello que en la foto está pensado o codificado, pero en este caso, no por el cálculo o la voluntad del fotógrafo, sino por la historicidad de los parámetros y técnicas heredados por el dispositivo fotográfico, como, por ejemplo, los modelos espaciales venidos de tradiciones anteriores (la perspectiva lineal o perspectiva artificialis, por ejemplo, que se remonta a la pintura del Quattrocento), los fenómenos de composición ligados a formatos, textura, luz, velocidad o profundidad de campo, pero también los marcos discursivos en los que se presenta la fotografía y determinan su lectura (álbumes familiares, revistas ilustradas con sus pies de foto y comentarios, prensa, más tarde exposiciones y museos que las despliegan en el espacio de un recorrido), por solo citar algunos. Todos estos aspectos desbordan -aunque pueden incluir- la voluntad del autor e implican aspectos más generales e incontrolables que entrañan producción y difusión. Relegarlos al almacén de la historia para rescatar tan solo esa chispa de azar, por fundamental que esta sea, es, por decirlo en términos populares, coger el rábano por las hojas y renunciar al análisis de la vida de las fotografías en la sociedad que las produce y en la que las recibe. Esa hipnosis del referente (que en su práctica más banal se manifiesta en ir a la caza del punctum en cada fotografía, algo de lo que no puede acusarse a Barthes) necesita ser minuciosamente revisada, si aspiramos a entender el papel histórico de la fotografía y, muy en particular, de ese género percutiente de la misma que son las fotografías de atrocidades15.

Pocos han sido tan contundentes a este respecto como John Tagg. En su libro imprescindible El peso de la representación, el autor parte de la complejidad de esa naturaleza indicial de la fotografía (entendida por él con un acento distinto, a saber, como el vínculo causativo entre referente prefotográfico y signo) para afirmar la necesidad de una aproximación histórica a las instituciones y prácticas, conscientes e inconscientes, a través de las cuales se expresa la fotografía. Más aún que la leve resonancia foucaldiana en el libro de Schaeffer, aquí la raigambre del filósofo francés es bien perceptible: “La fotografía -afirma con rotundidad Tagg- no es una ‘emanación’ mágica [recuérdese que Barthes mencionaba precisamente la magia], sino un producto material de un aparato material puesto en acción en contextos específicos, por fuerzas específicas, con unos fines más o menos definidos. Requiere, por tanto, no una alquimia, sino una historia, fuera de la cual la esencia existencial de la fotografía es algo vacío y no puede proporcionar lo que Barthes desea: la confirmación de una existencia”16. Así pues, desde esta perspectiva, lo que Barthes denomina ‘fuerza constativa’ sería más bien “un complejo resultado histórico, y es ejercido por las fotografías solamente dentro de ciertas prácticas institucionales y relaciones históricas concretas, cuya investigación nos alejará de un contexto estético o fenomenológico”17. Restituir esta dimensión histórica implica encontrarla también en el interior mismo de las fotografías, en su estilo y su composición, su técnica y su trasvase a otros medios de expresión.

El segundo ángulo muerto se refiere a las filiaciones que la fotografía, en tanto inscrita en las formas de expresión visuales propias de las sociedades que la produjeron, mantiene con otros medios de representación que le precedieron. Así, por ejemplo, la fotografía no puede desprenderse de una prehistoria que se remonta a la camera obscura leonardiana, a la aplicación de modelos de verosimilitud como la perspectiva renacentista, solo efectivos en la práctica, ciertamente, cuando la ciencia decimonónica ofreció una solución técnicamente viable, una capacidad de multiplicación y un mercado social demandante por parte de la burguesía. Igualmente, el nuevo medio técnico acoge en su seno y se inspira de motivos tomados de la pintura (como el retrato, el paisaje o el bodegón, por limitarnos a tres ejemplos), por no mencionar tópicos de larga tradición en Occidente, como los bíblicos o de la tradición grecolatina. Piénsese, por no abundar en este aspecto, cuántos fotógrafos de guerra siguen componiendo sus imágenes “tomadas de lo real” en torno a derivas de la “pietà”, cuántos se han inspirado en “descendimientos”, cuántos en los fusilamientos del 3 de mayo de Goya o cuántos cadáveres -incluido el del Che Guevara- en el Cristo de Mantegna.

El tercer ángulo muerto tiene que ver con algo más complejo: por qué la fotografía ha sido teorizada seccionándola del entorno visual y discursivo que la acompaña. Es como si la seducción mágica del instante hubiese oscurecido el hecho, a todas luces evidente, de que las fotografías rara vez vienen solas: lo hacen en secuencia, en grupos de contactos, recortadas por exigencias de la maqueta en revistas ilustradas o gráficas donde son tituladas y comentadas con pies de foto o por medio de artículos que desarrollan un argumento o un relato que habría cristalizado en las instantáneas; más tarde, en los formatos de internet y las redes sociales, que poseen sus propias reglas de funcionamiento y su entorno. En otras ocasiones, son dispuestas en álbumes que determinan su marco de consumo, ya por concomitancia con otras unidades, ya por el relato implícito que implica su puesta en serie, ya por los comentarios o notas identificativas, como señalaron oportunamente Judith Butler y Barbie Zelizer. Y ni que decir tiene que estos marcos aptos para su circulación pueden quebrarse en ciertas coyunturas y las fotografías abrirse a una vida inesperada más allá de la voluntad o el conocimiento de sus mismos autores.

Habida cuenta de que las fotografías nacen, crecen y viven en una compleja iconosfera, ¿por qué entonces segarlas de esta en lugar de seguir con ánimo detectivesco su circulación, a veces -es cierto- interrumpida o disimulada con otras formas de captación del instante? Al prestar más atención a las formas de presentación, descubriríamos sus contaminaciones y convergencias con imágenes cinematográficas documentales, con películas familiares realizadas con cámaras domésticas, cinematográficas o videográficas, reportajes televisivos o incluso, en tiempos recientes, registros de acciones espontáneas por la intervención de teléfonos móviles, que intercambian con suma ductilidad foto fija y vídeo en movimiento. Sucede como si reminiscencias auráticas procedentes de los tiempos arcaicos de la fotografía, allá por el siglo XIX, hubiesen pervivido en la concepción de este medio con el fin de preservar el encanto mágico que granjeó a la fotografía su misterio cuando hizo su aparición en la escena social, comercial y artística. Como si ese instante en que el papel fotosensible se va impregnando para dejar surgir la imagen latente se hubiese transformado en metáfora irreductible de la fotografía; metáfora que una contigüidad con dispositivos más modernos amenazaría con profanar. ¿No es acaso esta presunción un curioso espejo del desprecio que Baudelaire lanzara, teñido de maldición, contra la fotografía por su mezquindad, materialismo y vulgaridad? Y ¿no es, por ventura, algo semejante a lo que los especialistas en el llamado pre-cinema y cine de los primeros tiempos trataron de preservar en sus estudios frente al cine institucional?

Tal prurito de proteger el halo misterioso del objeto propio de estudio nada tiene de extraño: es tan comprensible como postular -en el sentido inverso- que con la entrada de la fotografía se quiebra el aura de la obra de arte, como planteó Walter Benjamin, o reconocer, como le respondería Adorno no sin razón, que en el star-system de Hollywood el aura conserva precisamente una altísima presencia. En suma, solo si introducimos la medida a través de una perspectiva histórica, el fenómeno pasa a ser relativo y los grados reconocibles.

Más allá de la fotografía: instantes decisivos

Variemos por un momento el prisma de nuestra mirada y, en lugar de prestar atención a las fotografías de atrocidades, desviemos nuestros ojos hacia composiciones cinematográficas, por ejemplo las captadas por soldados alemanes o miembros de las SS en el frente oriental, Ucrania o las Repúblicas bálticas, tras la invasión de la Unión Soviética desencadenada por la Wehrmacht en junio de 1941; estas filmaciones que han ido recopilándose e identificándose poco a poco, fechadas en el otoño e invierno de 1941, registran ejecuciones en masa de judíos, mujeres y niños incluidos18. A pesar de haber sido prohibidas, vamos sabiendo que no fueron excepcionales y captan atrocidades que transcurren ante los ojos de esos improvisados cineastas que desconocen el guion detallado de la acción con que el azar puede chamuscar -por retornar a la expresión benjaminiana- esa realidad lacerante, mas sí se hallan en posesión del conocimiento de las líneas maestras que la acción va a revestir. Desde luego, es innegable que el congelado de una instantánea fotográfica es un rasgo irreductible del medio, pero ¿acaso constatarlo aleja tales fotos fijas del carácter e impacto de una grabación cinematográfica amateur como las mencionadas, las cuales siguen criterios semejantes? Dos ejemplos procedentes de contextos distintos pueden ayudarnos no solo a ilustrarlo con mayor claridad, sino también a considerar algunas consecuencias.

El día primero de febrero de 1968, en plena escalada de lo que se denominó la ofensiva del Thet (el año nuevo vietnamita) por parte del ejército norvietnamita y tras una serie de atentados cometidos en Saigón por guerrilleros del vietcong infiltrados entre la población, el comisario de policía de la ciudad, general Nguyen Ngoc Loan, ejecutó a bocajarro ante las cámaras a un supuesto guerrillero que acababa de ser detenido en el barrio chino de Cholón tras un sangriento atentado. Loan no solo era consciente de que los reporteros de la prensa presenciaban los hechos, sino que cuando, sin mediar palabra, disparó a la sien del detenido lo hizo precisamente porque sabía que su acción iba a ser captada por las cámaras y difundida por la prensa y los medios, aunque desconociera su alcance. Sin que mediase un pacto explícito entre el perpetrador del acto y los medios que lo registraron, no cabe duda de que se produjo una sintonía entre ambos de manera que puesta en escena de la acción y captación fotográfica se articularon en un clima de conmoción y sorpresa en el que todo era posible. Coadyuvaba a ese estado de cosas la convicción de que la imagen, en un régimen de actualidad y circulación libre de reporteros, está encaminada a producir la sensación de que los hechos son captados en vivo y sin previsión alguna; la sorpresa, en cambio, dejará de serlo en el momento de difusión de dichas imágenes y, todavía más, al ser esta repetida en sucesivos días, meses y años en calidad de documento histórico. Por ser más precisos, la acción misma debía reproducir en su propio devenir tal impresión a fin de que fuera percibida como tal por su futuro espectador.

El fotógrafo de guerra Eddie Adams, que cubría el conflicto, se encontró por casualidad, cuando caminaba en compañía del camarógrafo de la NBC Vo Su, con dos soldados que custodiaban a un joven esposado con sus manos en la espalda. Lo siguieron y Adams disparó varias instantáneas cuando intuyó que algo grave estaba a punto de suceder. Esa intuición tiene inevitablemente que ver con un impulso de captar el acto único, a saber, la muerte en directo del guerrillero, pues la muerte había sido, desde la caída del miliciano fotografiado por Robert Capa en septiembre de 1936, la encarnación misma, atroz, y por eso mismo, la más codiciada, del reportaje de guerra. Su quintaesencia19. La instantánea de Saigón valió a Adams el premio Pulitzer y el fotógrafo jamás pudo olvidar la desgracia que su disparo abatió sobre Loan, que aparecía ante el mundo como un asesino despiadado y cuyo destino posterior de exiliado en Estados Unidos y mutilado de guerra, estuvo, según Adams, marcado a fuego por el demoledor impacto de aquella fotografía. Y eso que, tras perpetrar el crimen, el comisario explicó a Adams que esos vietcongs habían asesinado a algunos de sus conocidos. No faltó en las repetidas declaraciones de Adams un mal disimulado orgullo, al asimilar cámara y arma de fuego, y recordar que, mientras uno de esos disparos acabó con la vida del guerrillero, otro -el suyo- lo hizo con la de Loan, pero a fuego lento.

La instantánea, tal y como fue difundida, es un ejemplo ideal de ese momento, mitificado por reportajes, noticias y sucesos, que Barbie Zelizer denominó “inminencia de la muerte” (impending death)20, pues, dada la rapidez con que transcurrieron los hechos y la elección de la velocidad de obturación (1/100, f.11) en un día soleado21, el instante comprende un rango más vasto e inaprehensible entre el inminente asesinato, la toma misma y la constancia de la muerte, tres microinstantes no coincidentes, aunque forman parte de la misma secuencia. Lo cierto es que la inminencia incrementa la obscenidad de la impresión transmitida y la angustia que le sigue de muy cerca: el hombre está a punto de morir y lo ignora; es cuestión de un instante, mas, cuando el lector del periódico y, más todavía, el consumidor posterior ve la foto, el hombre ya está muerto y, por tanto, la ignorancia de su destino con la que posa desazona al espectador. Un instante fugaz que encierra la pérdida del bien más preciado -la vida- y contiene el acto de suprema violencia -el asesinato-: todo esto se halla inscrito en esa temporalidad de futuro anterior que es la foto. “Va a morir”: ese es el mensaje. Pero ese joven que se encuentra vivo ante nuestros ojos y a punto de morir ya murió. Ahora bien, al proyectar lo posterior sobre lo anterior, la sombra de la muerte pesa ya sobre él, ya está muriendo -en presente continuo-. Una foto tan aflictiva y obscena no pudo escapar al sagaz comentario de Susan Sontag:

“Situado junto a su prisionero a fin de que su perfil y el rostro de la víctima fueran visibles para las cámaras situadas detrás de él, Loan apuntó a quemarropa. La foto de Adams muestra el instante en que se ha disparado la bala; el muerto, con una mueca, no ha empezado a caer. Para el espectador, para esta espectadora, incluso muchos años después de realizada la foto... vaya, se pueden mirar esos rostros mucho tiempo y no llegar a agotar el misterio, y la indecencia, de semejante mirada compartida22.”

Algo extraño contiene esta descripción. Sontag menciona “las cámaras”, aunque el motivo de su reflexión, que realiza mientras presumiblemente tiene ante sus ojos o invoca en su memoria, es la instantánea de Eddie Adams23. Nada que objetar a esta lectura, pero, si indagamos más allá de la forma fotográfica que fue difundida y galvanizó el acontecimiento, nos encontramos con dos documentos visuales complementarios -próximos y diferentes a la vez- que siembran una razonable duda sobre el carácter esencialmente fotográfico del instante irrepetible que aquí nos sacude.

El primero de estos documentos es la hoja de contactos de Eddie Adams. Se compone de 14 disparos fotográficos y su alineamiento en secuencia cronológica -aunque selectiva y con elipsis entre cada uno de los instantes- confirma su recuerdo de que acechó la escena por las calles de Cholón, no solo como un sigiloso felino aguardando el “instante decisivo”, sino -no se olvide que esta es la práctica sobre el terreno- disparando su cámara periódicamente a fin de registrar una acción significativa y quizá esperando que el azar pudiera abatirse sobre la escena sin anunciarse demasiado. Debió también -así lo dictan las reglas de su profesión- calcular la cantidad de disparos todavía disponible en el chasis a fin de no verse obligado a cambiar de carrete en el momento, ese sí, decisivo, fuese cual fuese, perdiendo un tiempo precioso. Incluso cuando Loan, consumado su asesinato, ha abandonado ya la escena y el cuerpo yace sobre el asfalto, maniatado y con un charco de sangre alrededor de su cráneo perforado, Adams continúa en estado quizá febril accionando el disparador de su cámara. Poco más tarde, es de suponer que procedería, con la pericia en su oficio, a seleccionar la instantánea que mejor condensaba la esencia del acontecimiento, pero que -como es lógico- sacrificaba la secuencia narrativa que arrojaba luz sobre los distintos momentos. Adams había de decidir, según una lógica y unos criterios y códigos asentados en la práctica del reportaje, lo que ganaba y lo que perdía con cada elección pronunciándose implícitamente sobre los motivos que merecían ser considerados climáticos y los que podían o debían ser sacrificados.

La cuestión que se plantea aquí es la siguiente: ¿acaso la secuencia completa, que culmina con el cadáver abandonado sobre el asfalto ante la mirada de los soldados, es incapaz de transmitir la conmoción que atribuimos a la fotografía decisiva? O, en otros términos, ¿sería un error atribuir, a lo largo de la persecución que precede a la ejecución, la perturbadora sensación que condensa la exitosa expresión bimembre “va a morir” y “ya ha muerto”? Por supuesto, los disparos fotográficos de Adams podían ignorar, presagiar o haberse gestado en la incertidumbre respecto al final de la que acabó siendo trágica escena, pero, en cualquier caso, las unidades que componen la secuencia temporal se encuentran muy próximas a la fotografía única, es decir, a la elegida, difundida y convertida casi inmediatamente en icono. El galardón del Pulitzer confirmaría la sintonía entre la elección de Adams y la profesión periodística, de igual modo que el éxito de la foto expresó cómo el robo del instante encarnaba la aspiración del público de acceder al misterio más insondable: el de la muerte en directo. Y acaso -ilusorio pragmatismo- haberlo penetrado. Por otra parte, la secuencia de contactos, sin arrebatar un ápice de dramatismo a “la foto” por excelencia, ofrece a esta un contexto de desciframiento que, aunque desconocido por el espectador de época, ilumina ese instante fugaz con la aportación de otros instantes no menos fugaces y amenazantes que lo rodean, lo conducen y podrían, si bien lo pensamos, haber sido difundidos con éxito, caso de faltar la instantánea crucial que encarnaba el presente de la muerte.

Un segundo documento fue producido en el mismo lugar y tiempo. Está encarnado en la grabación de la cámara cinematográfica con la que Vo Su, el acompañante de Adams, rodó en ese mismo escenario. Recuérdese que Sontag se refería a cámaras, en plural, captando esa puesta en escena. La cámara de Vo Su filma, pues, al joven prisionero maniatado, con la cabeza gacha, escoltado por sus captores, cuando Loan cruza el campo visual, escoge la posición que considera óptima y con presteza, mas sin aceleración alguna que pudiese sugerir apresuramiento ni pasión, estira el brazo derecho, apunta a la sien del guerrillero y dispara una única bala que derrumba el cuerpo alcanzado por la sacudida, mientras un chorro de sangre brota de la parte opuesta de su cráneo. El herido se desploma y la sangre continúa esparciéndose sobre el pavimento. Estas imágenes tienen mucho de obsceno e insoportable y la acción transmite la imprecisión e imprevisión del operador: su objetivo es interceptado por el cuerpo del comisario hasta oscurecerlo casi por completo. Es como si el operador hubiese lidiado con una acción que escapaba a su control y, sin embargo, sabía que era crucial; es decir, con esa misma persecución obsesiva del instante que juzgamos inalienable de la fotografía, pese a que en este caso su imagen capta el movimiento. Por esta última razón, el roce de imperfecciones y desajustes entre acción y registro otorga a la escena un plus de realismo que parece hacerla más genuina incluso desde la perspectiva de la comunicación periodística. Y, asimismo, una vez concluida la acción, podríamos entonar el cántico al ça-a-été barthesiano, remontarnos a cada uno de los instantes en que se descompone la ejecución y desentrañar los rostros de todos los actores de la escena, la sorpresa o la indiferencia proyectándose sobre ellos. Y podemos hacerlo, además, de manera enfermizamente compulsiva, como si nos moviésemos en un bucle de repetición que emula la lógica del retorno traumático al acontecimiento original.

Hay algo más. Esta imagen en movimiento aporta algo que resulta de todo punto imposible de discernir en el dispositivo de captación anterior, tanto en la imagen impresa como en la secuencia que contiene la hoja de contactos: el gesto de desprecio del ejecutor hacia su víctima, el hecho -que solo aquí se impone con una fuerza nauseabunda- de que ni siquiera se detiene a observar su caída y la muerte que él mismo ha consumado. Si existe una encarnación visual del desprecio por lo humano en un ser humano, jamás la he encontrado en forma tan descarnada como en estas imágenes en movimiento... y, precisamente, por estar en movimiento, pues este les permite recoger el gesto -o su ausencia- en su dimensión temporal. ¿No era acaso esto lo que los teóricos mencionados más arriba consideraban la esencia de la fotografía?

No se trata de elegir entre las tres formas de imagen invocadas en el curso de los párrafos precedentes para determinar cuál de ellas responde mejor a la captación del instante, pues, como hemos visto, ese mismo instante es en sí mismo evasivo. Lo que está en juego es otra cosa: pensar las imágenes en el curso de su vida y, por tanto, no separarlas de su secuencia temporal, lo que resulta especialmente relevante cuando los dispositivos de registro y el transcurso de los acontecimientos se cruzan. Todavía más: esta operación debería abarcar su consumo inicial y su circulación posterior a través de nuevos marcos discursivos (por ejemplo, la conversión de la imagen en icono secular del sufrimiento humano). Por otra parte, no es arriesgado prever que, en los escenarios de atrocidades donde hubo apostada una cámara cinematográfica o videográfica, también hubo a menudo otra fotográfica, como ilustra en nuestro caso el compañerismo entre Eddie Adams y Vo Su; eso por no mencionar el uso en la prensa ilustrada de fotogramas extraídos de un film y publicados como si de fotografías fijas se tratase.

En suma, invocar la fotografía para plantear la relación con el tiempo fugitivo requiere la conciencia de que ello se hace en memoria de aquellos tiempos en que la fotografía constituyó la forma por excelencia de relación entre un hecho real (dramático, atroz) y una representación que captaba su huella material sobre soporte duradero. Indaguemos algo más en la relación entre soportes con el fin de reconocer en las representaciones visuales de atrocidades algo irrepetible: la unicidad que podríamos denominar su aura, aunque el efecto emocional no sea artístico, sino de horror y conmoción. Trátase, si se nos permite, de un aura invertida.

Auras del celuloide amateur

El prurito de la irreductibilidad de la imagen fotográfica parece ponerse en tela de juicio en algunos fragmentos en movimiento que, tanto por su gestación como por su paradójica circulación, suspenden la línea divisoria entre instante decisivo y representación en movimiento. Un caso cinematográfico dotado de esa condición de huella irrepetible ayuda a explicarlo. El material ha recibido el nombre de “Zapruder film”, en honor a su autor, un anodino sastre norteamericano de origen ruso llamado Abraham Zapruder y la obra se ha convertido en un clásico, tanto de la historia del amateur como de la historia de los Estados Unidos de América, por lo que el modesto Zapruder es célebre por los apenas 26 segundos (equivalentes a 483 fotogramas a una velocidad de 18 1/3 por segundo) que rodó con su cámara Bell & Howell de 8mm el día 22 de noviembre de 1963 en la ciudad de Dallas (Texas), con motivo de la visita del que a la sazón era presidente de la nación: John Fitzgerald Kennedy24.

La grabación fue accidental25. Zapruder ansiaba asistir a la visita de su presidente y, cineasta amateur que era, no podía menos que filmarlo. De camino al escenario del cortejo presidencial, cayó en la cuenta de que había olvidado su cámara, justo a tiempo para regresar, recogerla y apostarse entre el público para captar un acto protocolario que sería recuerdo propio y legado a su familia. Se trataba de un acto de carácter indicial y deíctico: “yo estuve allí”, señalarían sus imágenes, el día en que Kennedy y su esposa visitaron Dallas y así sus anodinas imágenes permanecerían como muesca del encuentro entre lo privado y lo público. Mas el azar -o el destino- quiso que los hechos transcurrieran de forma muy distinta y esos 26 segundos, los únicos que recogieron en vivo el asesinato de Kennedy, aunque otras cámaras captaron otros momentos y espacios del acto26, se convertirían en uno de los documentos más preciados de la historia nacional.

Tras el imprevisto atentado que costó la vida al presidente, el celuloide quedó, pese a su defectuosa calidad, en poder de una comisión de investigación (la Warren Commission) durante nada menos que 12 años sin que fuera accesible al público. Las imágenes ciertamente circularon, pero lo hicieron -curiosa paradoja- en forma de fotogramas fijos extraídos de dicho celuloide27. Los primeros fueron publicados por la revista Life el 29 de noviembre de 1963, eliminando las más gráficas, entre ellas ese terrible fotograma denominado z.313 en el que el cráneo del presidente es alcanzado por la bala, la tercera, que acaba con su vida.

Solo el 6 de marzo de 1975 la continuidad del movimiento que había sido secuestrada al público le fue devuelta (en realidad, ofrecida) en un talk-show de ABC presentado por Geraldo Riveira titulado Good Night America. Dicho en otras palabras, la visión que se difundió de los disparos que acabaron con la vida de John Kennedy, el vestido manchado de sangre de Jacqueline, aunque grabados en movimiento y meticulosamente analizados por la comisión a fin de desentrañar el más mínimo indicio de los asistentes y la trayectoria de las balas, fue conocida a través de imágenes congeladas, cual fotografías. Así se instaló en la memoria de un país que recordaba el magnicidio a través de la imagen fija, es decir, aquella que no había sido captada por un dispositivo fotográfico, sino por una cámara de cine. Lo revelador del caso es que el film tiene el peso de la prueba, la huella única del instante accidental, azaroso pero incontrovertible: un instante decisivo para cuya intelección y efecto la imagen fija (en cada fotograma y en su sucesión, como en el caso de los contactos de Eddie Adams) y la imagen en movimiento parecen intercambiables o, más exactamente, fueron intercambiadas: primero dando a ver como congelado lo que había nacido de una captación en movimiento, luego confiriendo movimiento a lo que había sido incrustado en la memoria como instantánea.

Las dificultades para el análisis del fragmento surgen, por una parte, del ángulo de visión escogido por el cineasta, quien se había preparado para registrar un acontecimiento bien distinto al que la realidad le puso ante sus ojos y ante el dispositivo. Como consecuencia de esta abrupta irrupción, el cineasta no pudo evitar interferencias como la de una señal de tráfico que impidió la visión del magnicidio en un momento clave. La situación es, en realidad, compleja: en primer lugar, el azar coge a contrapié al cineasta, apenas consciente (o totalmente inconsciente) de lo que su aparato está registrando, lo que solo conocerá retrospectivamente; en segundo, es precisamente gracias a su condición de imagen en movimiento como lo accidental irrumpe en el medio, lo rasga y deja en él una huella tan indeleble como imperfecta; en tercer lugar, las virtudes indiciales de esa imagen en movimiento fueron secuestradas por los expertos, quienes ofrecieron al público formas espurias, es decir, fotogramas.

Practiquemos ahora una prospección en el tiempo desde que, en 1975, la secuencia fue difundida, tanto a velocidad normal como a cámara lenta: ¿acaso, al ver este material tantas veces reciclado, no se halla el espectador enredado en esa famosa paradoja del tiempo que caracteriza a la fotografía y que puede resumirse en el tríptico “va a morir”, “muere” y “murió”? Nos abisman en el ciclo compulsivo de repeticiones que poseen un componente espectral, como si sintiéramos que todo pudiera no haber ocurrido cuando nos aprestamos a (volver a) ver las imágenes y, al propio tiempo, a sentir, antes de que ocurra, que la muerte es inminente. No es casual que, cada vez que el material ha sido retomado (y lo ha sido innumerables veces), los autores del reciclaje practiquen géneros distintos de reescritura, desde la cámara lenta hasta la detención, incluida esa versión minimalista de fotograma a fotograma o el retroceso. En el film experimental de Bruce Conner titulado A Report (1967), aparecido antes de la difusión del film en continuidad, los 13 minutos de duración de imágenes en blanco y negro se apoyan en noticiarios y extractos de films para cubrir una ausencia fascinante: la de los fotogramas del film Zapruder28.

En 1999, cuando la continuidad original eludida ya había invadido durante casi un cuarto de siglo la representación del acontecimiento, Keith Sanborn produjo The Zapruder Footage. An Investigation of Consensual Hallucination, en cuyos 20 minutos el autor descompone el documento Zapruder: a velocidad normal, fotograma a fotograma, con movimiento invertido, boca abajo, con segmentos cubiertos del encuadre, etc. A través de una veintena de mutaciones y variaciones, el film original aparece investido de una condición ritualística, donde la forma del trauma (unas imágenes que retornan en bucle) aspira a expresar lo que se convirtió en una suerte de “escena primitiva” post facto o après-coup para el imaginario norteamericano29.

Algunas conclusiones

Los ejemplos anteriores, extraídos de esa forma de representación extrema que son las imágenes de atrocidades, plantean un reto al historiador: cómo interrogar esas fuentes concebidas para el efectismo en las que la inminencia y el instante se imponen de manera letal. Algunos de los teóricos clásicos de la fotografía propusieron una forma de analizar estos productos, pero se atrincheraron en la defensa de una singularidad que seccionaba la imagen fija de otras imágenes con las que la foto interactuaba. Otros estudiosos desarrollaron una investigación de los componentes estéticos que han contribuido a una historia (artística) de la fotografía. Sintomáticamente, y pese a su rigor, estas líneas de investigación se han convertido en un freno para el análisis histórico. Por su parte, los medios de comunicación, con su ciega y voraz mecánica, persisten en un uso irreflexivo basado en el reciclaje permanente sin aparato crítico ni rigor que consiste en suponer la transparencia de las imágenes respecto a los hechos que encarnan. Lo peor es que esta mecánica amenaza con contaminar a los historiadores generalistas, si estos no poseen los instrumentos analíticos para desentrañar los modos de representación, técnicos, semióticos y pragmáticos de las imágenes. El reto consiste en interrogar aquello que en la imagen es depósito de historicidad y hacerlo mediante criterios tan exigentes como la metodología histórica aplica a los documentos escritos y, más recientemente, a los testimonios. Todo ello obliga a internarnos también en formas artísticamente paupérrimas: instantáneas amateurs, Super 8mm de pésima calidad, vídeos domésticos, entre otros. La producción de las imágenes, su migración tanto en sincronía (hacia otros soportes) como en diacronía (a lo largo del tiempo), constituyen cuestiones cruciales para hacer hablar a las imágenes. Aquí nos hemos limitado a desnudar una lectura mágica o estético-mágica de la fotografía que la hace casi muda para la historia y de poner de manifiesto el vínculo existencial que une el universo visual fotomecánico o digital más allá de las fronteras que separan formas de expresión como la fotografía, el cine o el vídeo.

El 11 de septiembre de 2011, cuando el segundo avión de la compañía American Airlines colisionó contra la torre Sur del World Trade Center de Manhattan a las 9 horas de la mañana, mientras los aparatos de televisión del mundo entero emitían en directo el humo y fuego que emanaban de su torre gemela, la escena traumática pareció invocarse de nuevo. La incesante repetición del momento escalofriante del choque, que tenía como aditamento el temblor de la cámara que lo captó en directo (y de otras que, desde ángulos distintos, hicieron lo propio), no hacía sino perpetuar esa paradoja temporal que se atribuyó en su origen a la fotografía, como si, una vez más, la acción estuviese siempre ocurriendo en presente, siempre a punto de ocurrir y siempre después de haber ocurrido. Esa estructura, que merecería ser asimilada a la compulsión de repetición propia de los fenómenos traumáticos, puede encontrarse en algunas de las imágenes, en movimiento o no, más impactantes de nuestra iconografía de atrocidades30. La ilusión de presente compulsivo se convierte, así, en un fascinante objeto para analizar traumatismos colectivos. Y estos también, no lo olvidemos, son objeto de estudio para el historiador.

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    1

    Jeremy Hicks, First Films of the Holocaust. Soviet Cinema and the Genocide of the Jews, 1938-1946, University of Pittsburg Press, Pittsburg, 2012, p. 9.

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    2

    Agradezco su apoyo a este texto desde su primera forma a Anacleto Ferrer, Hasan López, Pedro Ruiz y Nicolás Sánchez Durá.

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    3

    No significa esto que la representación pictórica no le haya precedido, sino que la difusión gráfica masiva con los procedimientos de reproducción técnicos del siglo XIX dispara la asociación de la fotografía con las noticias de atrocidades. Vide para el caso de sus precedentes y las fórmulas de representación utilizadas (caza, martirio, infierno), José Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowski, “Cómo sucedieron estas cosas”. Representar masacres y genocidios, Buenos Aires-Zaragoza, Katz, 2015.

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    4

    Barbie Zelizer, Remembering to Forget. Holocaust Memory through the Camera’s EyeChicago-Londres, The University of Chicago Press, 1998, p. 238.

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    5

    Henri Cartier-Bresson, “El instante decisivo” (1952), en Fotografiar del natural, Barna, GG, 2003.

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    6

    Philippe Dubois, L’Acte photographique, París-Bruselas, Nathan & Labor, 1983, p. 9.

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    7

    Horst Bredekamp (Teoría del acto icónico, Madrid, Akal, 2017), sin embargo, expone de manera muy convincente la función performativa que tuvieron muchas imágenes a lo largo de la historia, extendiendo lo que aquí concebimos en el universo de la imagen mecánica, tomada de lo real, a imágenes actuantes, desde los “tableaux vivants” hasta los autómatas, desde la iconoclastia hasta los castigos in effigie.

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    8

    Jean-Marie Schaeffer, La imagen precaria. Del dispositivo fotográfico, Marid, Cátedra, 1990 [original de 1987].

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    9

    La concepción triádica del signo de Charles Sanders Peirce entre índice, icono y símbolo inspira esta concepción.

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    10

    Roland Barthes, La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Barcelona, GG, 1982, p. 33 y 34, respectivamente.

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    11

    Walter Benjamin, “Pequeña historia de la fotografía” [1931], en Sobre la fotografía, Valencia, Pretextos, 2004, p. 26

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    12

    Walter Benjamin, “Pequeña historia de la fotografía” [1931], en Sobre la fotografía, Valencia, Pretextos, 2004, p. 193.

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    13

    Walter Benjamin, “Pequeña historia de la fotografía” [1931], en Sobre la fotografía, Valencia, Pretextos, 2004, p. 154.

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    14

    Susan Sontag, Sobre la fotografía [1973], Barcelona, Edhasa, 1981, p. 25.

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    15

    Dicen con acierto About y Chéroux: “Tout fasciné par le ça-a-été (…), Barthes se désintéresse ouvertement de cet ‘acte second de savoir ou de réflexion’”, que lleva a "un appauvrissement sémantique des photographies d’archives”

    (Ilsen About & Clément Chéroux, “L’histoire par la photographie”, Études photographiques nº 10, novembre 2001, p. 25-26).

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    16

    John Tagg, El peso de la representación. Ensayos sobre fotografías e historias, Barcelona, Gustavo Gili, 2005, p. 10.

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    17

    John Tagg, El peso de la representación. Ensayos sobre fotografías e historias, Barcelona, Gustavo Gili, 2005, p. 11.

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    18

    Un caso especialmente relevante por su estatuto incierto es el film rodado con su cámara Kine Kodak 8mm de película reversible por el soldado de la marina alemana Reinhard Wiener en Liepaja en julio de 1941, cuando todavía las filmaciones no habían sido prohibidas. Su filmación de tres ejecuciones de judíos no habría sido posible sin la (suposición de) complicidad que hacía suponer su uniforme. Esto suscita no pocas cuestiones sobre la condición de imágenes de perpetrador o de testigo de lo rodado, que, por otra parte, fue presentado en varios procesos criminales, entre ellos en el de Adolf Eichmann en Jerusalén en 1961. Vide Tobias Ebbrecht-Hartmann, “Trophy, Evidence, Document : Appropriating an Archive Film from Liepaja, 1941”, Historical Journal of Film, Radio and Television, 36-4, 2016, p. 509-528.

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    19

    No es un azar si el profético Robert Capa tituló su precoz autobiografía Death in the Making (Nueva York, Covici-Friede, 1938).

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    20

    Barbie Zelizer, About to Die. How Images Move the Public, Nueva York, Oxford University Press, 2010.

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    21

    La foto fue tomada con una cámara Nikon con película Kodak de Blanco y Negro y con un objetivo de 35mm y los parámetros indicados más arriba de diafragma y velocidad. Vide Stephan Schwingeler y Dorothée Webger, “Der Schuß von Saigon. Gefangenentötung für die Kamera”, in Gerhard Paul, Das Jahrhundert der Bilder: Bildatlas 1949 bis heute, Göttingen, Vanderhoeck & Ruprecht, 2009, p. 358.

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    22

    Susan Sontag, Ante el dolor de los demás, Madrid, Santillana, 2004, p. 71-72.

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    24

    En el cómputo de fotogramas existe disparidad, pues el material fue presumiblemente manipulado -en el orden y en la cantidad- por la comisión que lo analizó. Dado que las teorías de la conspiración, jamás probadas, nacen de la evidencia de que las conclusiones de la Comisión Warren, según las cuales Lee Harvey Oswald fue el único y solitario francotirador, resultan insostenibles, el caso no puede darse por resuelto. En cualquier caso, todo esto no afecta al sentido de nuestro análisis.

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    25

    De nuevo, esta cuestión puedo considerarse abierta. Para Jack White, Zapruder, relacionado con rusos blancos que supuestamente formaban parte de la conspiración, fue encargado de la grabación, si bien desconocía lo que iba a suceder.

    Vide James H. Fretzer (ed.), The Great Zapruder Film Hoax. Deceit and Deception in the Death of JFK, Chicago, Catfeet Press, 2003, p. 45-112.

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    26

    Otros materiales domésticos fueron filmados ese día por Charles L. Bronson, Robert Hughes, Marie Muchmore y Orville Nix, pero ninguno captó el instante fatífico, salvo Zapruder. Vide Jean-Baptiste Thoret, 26 secondes. L’Amérique éclaboussée. L’assassinat de JFK et le cinéma américain, Pertuis, Rouge Profond, 2003.

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    27

    Véase el análisis de Stella Bruzzi, que seguimos en parte en nuestra lectura: “The Event : Archive and Newsreel”, New Documentary, Londres-Nueva York, Routledge y Taylor & Francis, 2006 (2ª ed.), p. 17 y ss.

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    28

    Es como si se tratara de la hipnosis que el cine experimental de los años sesenta denominó flicker, un parpadeo constante en el que el objeto de representación es dudoso o inexistente en beneficio de la fascinación en estado puro de un proyecto en marcha. Jean-Baptiste Thoret, 26 secondes. L’Amérique éclaboussée. L’assassinat de JFK et le cinéma américain, Pertuis, Rouge Profond, 2003, p. 78 [en linea].

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    29

    Jean-Baptiste Thoret, 26 secondes. L’Amérique éclaboussée. L’assassinat de JFK et le cinéma américain, Pertuis, Rouge Profond, 2003, p. 71 [en linea].

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    30

    Un interesantísimo estudio sobre cómo la visión de estas imágenes evocaba, cual palimpsesto, otras anteriores de la historia traumática del país, unido a una compulsiva repetición que provocaba la sensación de déjà vu, fue realizado por Clément Chéroux en su libro Diplopie. L’image photographique à l’ère des médias globalisés: essai sur le 11 septembre 2011, París, Le Point du Jour, 2009.

    Pour citer cette publication

    Sánchez-Biosca, Vicente (dir.), « Atrocidades visuales », Politika, mis en ligne le 22/06/2021, consulté le 18/01/2022 ;

    URL : https://politika.io/index.php/fr/article/atrocidades-visuales