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¿Comunidades rarámuri? Teorías sobre lo social en la Sierra Tarahumara, Chihuahua, siglo XX

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Además de conformar un campo de estudio clásico, la noción de comunidad vinculada con los pueblos y naciones amerindias parece gozar de una transparencia conceptual inmediata.1 Pese a que, en las últimas décadas, en el contexto institucional y legal mexicano, el término “pueblos” ha desplazado a aquella noción, en ocasiones parecen sinónimas. En la historiografía y la etnografía mexicana, particularmente durante la segunda mitad del siglo XX, “la comunidad indígena” fue un eje de discusión sobre el cual corrió mucha tinta. Por ejemplo, se intentó desmantelar la idea de que estas comunidades eran homogéneas y de que no eran necesariamente la negación de la vida individualista y consumista de las ciudades. Dicho de otra manera, que la organización social, política y existencial de los casi 12 millones de personas adscritas a algún pueblo o nación originaria adquiría formas múltiples y diversas.

En los últimos cuarenta años y ante la urgencia marcada por los efectos del cambio climático, distintas disciplinas han evidenciado que estas “comunidades” son en realidad trayectorias de existencia que, al conectar a personas, espíritus, bacterias, ancestros, hongos, plantas, almas, montañas y así sucesivamente, conforman complejas ecologías.2 Este hecho además deja en evidencia que los colectivos son más que humanos y que siempre lo fueron, en otras palabras, recalcan que la sociabilidad no es una exclusividad humana.

En este marco, el objetivo de este ensayo es plantear algunas cuestiones sobre la conformación conceptual y pragmática de las comunidades entre el pueblo rarámuri que, también conocido como tarahumara, suma cerca 60 mil personas que residen principalmente en la región montañosa de la Sierra Madre Occidental, la cual, en su paso por el estado de Chihuahua, en México, se llama Sierra Tarahumara. Sustentado en trabajo de archivo, fuentes etnográficas de segunda mano y etnografía de primera mano que he recopilado entre 2002 y 2019, el escrito está estructurado en tres partes. Primero, presento la teoría rarámuri sobre lo social con el fin de mostrar por qué, pese a ser constitutiva de la política posrevolucionaria en México desde inicios del siglo XX y hasta el presente, la noción de comunidad y su instauración como modelo de organización social ha resultado contra intuitivo y, en varios casos, contraproducente para los rarámuri, tema al que está dedicada la segunda parte. Finalmente, se muestra cómo los rarámuri han utilizado, en pro de fortalecer sus propios proyectos de existencia colectivos, estas formas de organización promovidas por el estado nación. Mi hipótesis es que desde la perspectiva y la experiencia rarámuri la comunidad es una potencia de relaciones y no, como se presume en ciertos contextos académicos y políticos, una entidad tendencialmente homogénea y cerrada.

Cerro Mohinora et Sierra Tarahumara, Creative Commons

Cerro Mohinora y Sierra Tarahumara.

“Todo tiene relación”: Teorías rarámuri sobre lo social

“Todo tiene relación” es una expresión que María Luisa Bustillos Gardea,3 luchadora social y líder rarámuri, ha utilizado para traducir los principios relacionales de la cosmopolítica rarámuri esto es, una manera particular de estar en el mundo que por definición es política.4 Este principio relacional es fundamental para comprender lo que, a falta de otros términos, denomino teoría rarámuri sobre lo social. En otro escrito, donde presenté una descripción etnográfica sobre el asunto, advertí que el propósito de tal reflexión, siguiendo al antropólogo Eduardo Viveiros de Castro: “no era describir antropológicamente la organización social rarámuri, en tanto que forma indígena de socialidad; sino reflexionar en torno a la vida social de estas personas como una descripción rarámuri de la sociedad, la cual es por definición antropológica. En otros términos, no se trataba de describir la sociedad rarámuri sino de indagar qué era para ciertos rarámuri ‘lo social’”.5 De tal manera que para los rarámuri lo social se definía por al menos dos vectores. Por una parte, por la constitución individual de las personas a través de un tejido de relaciones; y por otra, por un sistema de ocupación territorial basado en la movilidad.

Al llegar a la Sierra Tarahumara en 2002, me impresionó la contrastante geografía de aquella región montañosa. Los valles extensos que acaban en un horizonte de 180º ubicados a las faldas de la Sierra; las montañas que se elevan a más de 2500 msn y pese a la explotación intensiva del bosque aún estaban cubiertas por pino, táscate y encino; y las barrancas profundas que descendían hasta 500 msn, vadeadas de ríos caudalosos, cálidas y tropicales. De la misma manera, llamó mi atención la forma de ocupación extendida del territorio practicada por los rarámuri.

Para quienes conversaban en 2012, como Antonio Sandoval que para entonces era gobernador rarámuri del pueblo donde trabajábamos, la gente vivía lejos “porque así se podía soñar bien”, expresando motivos diferentes a los adjudicados por determinismo ambiental, geográfico y tecnológico con el que la etnografía y la historia suele explicar hasta el presente la ocupación extendida de un territorio. En este escrito evito términos como dispersión o alejamiento para describir la ocupación extendida de los rarámuri, ya que implícita o explícitamente tienen como referente un esquema evolutivo donde la concentración poblacional aparece como un valor positivo y como modelo civilizatorio.

La gente que conocí apreciaba el silencio, su intimidad y la soledad, esta última entendida como un estado primordial de la existencia y como el fundamento de todos los vínculos que constituyen e individualizan a una persona; de ahí que bíneri y e’wéneri sean términos que en singular y en plural caracterizan a las personas como únicas y que, al mismo tiempo, pueden traducirse como soledad. Este modo de ser único, en soledad, define la autonomía de las relaciones que cada persona entabla a lo largo de su vida.

Al nacer, cada rarámuri es reconocido como hijo de Onorúame, El que es Padre, y Eyerúame, La que es madre, deidades creadoras asociadas respectivamente con el sol y la luna. Durante los primeros años de vida, reciben varios nombres y cada uno de ellos los enlaza a redes específicas que colaboran en la maduración corporal y anímica de los pequeños. La unión en pareja permite ingresar a la vida social plena y participar como responsable de la organización de festividades y rituales colectivos. Más aún, esta unión permite organizar teswinadas.

Definidas por el etnógrafo rarámuri Enrique Salmon como “drinking-working-parties”, las teswinadas pueden describirse como reuniones colectivas donde se bebe cerveza de maíz (teswino, batári) y en las cuales las personas se reúnen para danzar, hacer curaciones, peticiones, agradecimientos, construir una casa, realizar labores agrícolas, rituales mortuorios y otras acciones que en general son definidas como trabajo.6 Lo relevante de estas reuniones, para la teoría rarámuri de lo social que nos interesa describir, es que funcionan como un plexus; es decir, operan como una red que al ser activada por un nodo o una persona particular resulta única. Como ha documentado etnográficamente el antropólogo Alejandro Fujigaki Lares, el momento culmen donde se condensan los vínculos que conforman a cada persona y que a su vez configuran un tejido único es en los rituales mortuorios.7

Por estos motivos, la soledad, el ser único y la autonomía que trae consigo resultan constitutivos del colectivo, pues esa individualidad (producto de relaciones) es necesaria para construir las redes sociales. Podría afirmar entonces que lo importante para los rarámuri no es delimitar el contorno de un colectivo social desde cualidades substanciales, tal como los estados nacionales lo intentan al definir la ciudadanía o la etnicidad a partir de la lengua, el lugar de nacimiento, la religión, etc. Por el contrario, a los rarámuri les interesa tener en claro los dispositivos relacionales que potencialmente crean un colectivo, pues como decía Luisa Bustillos: “todo tiene relación”.

Lo anterior explica por qué las personas con quienes conversaba residían lejos unas de otras y por qué era necesario caminar durante horas o días para visitar amigos, conocer más gente, participar de fiestas y rituales, o en encuentros como carreras, por las cuales los rarámuri son internacionalmente conocidos. La ocupación extendida es otro de los principios de la teoría y de la pragmática social de los rarámuri ya que es una de las condiciones necesarias para crear relaciones o, en términos tarahumaras, para crear caminos.

La afirmación de Luisa Bustillos Gardea de que “todo tiene relación” puede traducirse en la declaración de Catarino de las barrancas Coyoachique registrada por la etnógrafa Sabina Aguilera: “para los rarámuri todo tiene su camino”. Las estrellas, el sol y la luna en el firmamento y en el horizonte tienen sus caminos. El cuerpo también está cruzado por caminos de la sangre llamados laa boara, los cuales permiten a las almas dotar de vida, movimiento y calor; pensamiento, emociones y palabras a una persona. Estos caminos también se recorren colectivamente. Por ejemplo, cada caminante crea sus caminos internos al andar por los senderos serranos o al seguir colectivamente la costumbre, literalmente denominada el camino de los antepasados o anayáwari boe.

Traducir la noción y la experiencia rarámuri del camino y del caminar como “su concepto de relación” será operativo para cumplir el objetivo de este ensayo. Sin embargo, debemos tener en mente que en cualquier acto de traducción se pierde algo de los elementos iniciales y, al mismo tiempo, algo nuevo se crea. El antropólogo Marcio Goldman ha reflexionado recientemente sobre las recaídas antropológicas en el colonialismo que trae consigo la traducción. Por ejemplo, al proponer que los otros tienen teorías y conceptos procurando cierta simetría, reafirmamos un único sistema de validación del conocimiento donde “los saberes científicos” continúan operando como referentes.8 Vale entonces aclarar que los sistemas de pensamiento, palabras y acciones de los rarámuri, su acción política microscópica y cotidiana, sus andares por la Sierra Tarahumara y su día a día implican otra forma de crear y de transmitir conocimiento, esto es, otras epistemologías, otros sistemas de validación y otras formulaciones que a falta de otros términos denomino conceptos, pragmática y teoría.

Como decía, para los rarámuri que conocí y para aquellos cuyas voces quedaron registradas en la vasta etnografía que la antropología elaboró a lo largo del siglo XX, el camino y el caminar conforman los caminos internos de cada persona. De tal manera que recorrer un camino de terracería para asistir a una teswinada o andar sobre una carretera para migrar a las ciudades constituyen los caminos que configuran a cada individuo. Como podrán suponer quienes leen, la identidad no es algo consubstancial, es decir, algo que está definido por naturaleza. Este es el caso de los nombres rarámuri. Cada persona puede tener varias denominaciones y cada una de ellas la vincula a una red social concreta; estas pueden cambiar a lo largo de la vida, pueden ser abandonadas o adquirirse nuevos nombres; todo dependerá de las relaciones sociales que estén en juego. Los nombres son índices de las relaciones y no, como en nuestro caso, un elemento esencial que define a la persona.

De ahí la relevancia política que los rarámuri otorgan a la autonomía, pues tal como ha documentado Alejandro Fujigaki Lares es a través de estas elecciones que los rarámuri construyen un proyecto colectivo de existencia. De acuerdo con los tarahumaras de las regiones barranqueñas, este proyecto les permite “ser los pilares del cielo” o, todo lo contrario: contribuir, con cada pequeña decisión y cada paso al andar, con la caída del firmamento y con el advenimiento del fin de su mundo. En cada paso está en juego el presente y el futuro de la colectividad, pues como decía Luisa Bustillos “todo tiene relación”.

Finalmente, el código de esa relacionalidad social es el parentesco.9 En los mundos rarámuri, todos los existentes están vinculados por lazos de parentesco. Onorúame es literalmente El que es Padre y Eyerúame La que es Madre, Diablo es tío de los rarámuri (que incluye a otros pueblos amerindios) y, consecuentemente, padre de los no rarámuri (mestizos, mexicanos, estadounidenses, franceses, etc.). Por tanto, los rarámuri y los no rarámuri son colaterales. El parentesco, sistema relacional por excelencia, organiza todas las relaciones sociales. Para articular esta primera parte del texto con el siguiente paso de mi argumento, enfocaré la descripción de este sistema parental en la unidad territorial denominada ranchería o rancho.

Ranchería o rancho son términos que aluden a un espacio en el cual se ha edificado una casa y se encuentran las tierras de cultivo donde se siembra maíz, frijol, calabaza y chile. Con base en un estudio antropológico de parentesco realizado entre 2009 y 2010 en el ejido de Norogachi, municipio de Bocoyna en Chihuahua, con Nashielly Naranjo y Jorge Martínez, documentamos que la lógica de conformación de estas rancherías, entendidas aquí como un conjunto de ranchos vecinos, estaba regida por la colateralidad. Es decir, las personas propietarias, hombres o mujeres, pertenecían a la misma generación y podían ser descendientes o no de los mismos padres. Esto era relevante porque los grupos residenciales, es decir, las personas que habitaban juntas y compartían labores cotidianas, se reconfiguraban en cortos periodos temporales.

Este era el caso de Ana, quien recibió un rancho de sus padres, y de Andrés, su esposo, quien también tenía su propio rancho; además, en conjunto había construido una tercera casa con tierras de cultivo. Las propiedades que se ubicaban en un radio de aproximadamente 10 kilómetros de distancia no era transferible entre cónyuges, éstas sólo podían heredarse a los hijos e hijas. Por tal situación, en ocasiones Ana residía en su rancho acompañada por sus hijos, nueras y sus nietos, o sólo con sus nietos; mientras Andrés vivía en la casa del pueblo de Norogachi con alguna visita, y el resto de sus hijos permanecían en otro rancho. Un mes después, posiblemente porque había que trabajar la tierra, cuidar de las chivas o asistir a una fiesta, la configuración de cada unidad residencial era completamente distinta. La constante reconfiguración de los grupos residenciales y la intensa movilidad de las personas era clave para el funcionamiento de la ocupación extendida del territorio. De manera sistemática, la individualidad de la propiedad y el uso de la tierra era constitutivo de este sistema social.

¿Por qué esto es importante para entender qué es una comunidad para los rarámuri? Porque la socialidad de este pueblo se desarrolla en redes y no en grupos; a través de la movilidad y no del sedentarismo; mediante una autonomía individual que constituye y que a su vez es constituida por el colectivo; porque lo social para los rarámuri es relacional, porque todo tiene relación, todo se conecta por caminos parentales. De tal manera que cabe preguntarse, desde esta perspectiva rarámuri, ¿qué es exactamente una comunidad?

El artificio de las comunidades estatales

La primera mención sobre “el problema indígena” vinculado con la Sierra Tarahumara aparece en la Ley para el mejoramiento y cultura de la Raza tarahumara o Ley Creel. Expedida y aprobada el 3 de noviembre de 1906, la Ley Creel es reconocida como la primera formulación histórica de política pública indigenista en Chihuahua y posiblemente en México. Dicha ley buscaba acabar con las políticas porfiristas como la guerra, la persecución y el exterminio, y planteaba “el problema indígena” como responsabilidad del gobierno, capaz de resolverse mediante la legislación agraria y la integración cultural.

La Junta Central Protectora de Indígenas procuraría implementar un sistema de homestead para crear “colonias tarahumaras” donde se prohibía la presencia mestiza, el alcohol, y se incentivaba el aprendizaje de técnicas agrícolas, habilidades físicas y artísticas. Además se promovería la adopción de niños tarahumaras por población mestiza o blanca, llamada “raza superior” con fines civilizatorios. ⁠Así, la integración de la “raza o tribu tarahumara”, como lo enunciaba la Ley Creel, promovía la concentración y el control de los rarámuri; entendidos como un “obstáculo para el progreso”.10

Estas ideas continuaron con una clara fluidez entre 1917 y 1952, esto es, desde la instauración de la Dirección de Estudios Arqueológicos y Etnográficos que dependía de la Secretaría de Fomento, hasta la creación del Centro Coordinador Indigenista Tarahumara-Tepehuano (CCIT) en Guachochi. En conjunto, la política indigenista y la antropología disciplinar gradualmente formularon quién sería el sujeto de la acción indigenista y, en consecuencia, definieron aquello que sería una comunidad indígena; tema central de aquel “problema indígena”.

En 1953, Alfonso Caso, director del Instituto Nacional Indigenista, propone que: “Es indio todo individuo que se siente pertenecer a una comunidad indígena (…)”. De tal manera que desde las primeras formulaciones de la política indigenista la definición de lo indígena está articulado con la idea de grupo, núcleo de población o comunidad, pues siguiendo a Caso, “una comunidad indígena [es] aquella en que predominan elementos somáticos no europeos, que habla preferentemente una lengua indígena, que posee en su cultura material y espiritual elementos indígenas en fuerte proporción y que, por último, tiene un sentido social de comunidad aislada dentro de las otras comunidades que la rodean, que hace distinguirse asimismo de los pueblos de blancos y de mestizos”.11

Con base en esas primeras formulaciones de la política indígenista la comunidad fue entendida como una unidad de organización territorial diseñada e implementada por el Estado. Y fue así como “el problema indígena” dio paso al proyecto de desenvolvimiento de las comunidades mediante la creación de misiones de mejoramiento indígena, misiones de colonización y centros de capacitación técnica y económica. Esta definición y este diseño de las comunidades fue operativo hasta que, en la década de 1950, se decretó urgente considerarlas como parte de una región intercultural con potencial desarrollo, tal como las áreas de acción gubernamental. En consecuencia, las regiones interculturales fueron el modelo prototípico para diseñar e implementar los Centros Coordinadores Indigenistas, encargados de integrar económica y socialmente a la población.

Este modelo, propuesto por Gonzalo Aguirre Beltrán, según sus propias palabras estaba inspirado en las investigaciones arqueológicas de las ciudades-estado del centro de México, donde las comunidades indígenas se subordinaban a la ciudad y, en reciprocidad, ésta ofrecía servicios especializados. Por tanto, la acción indigenista debía superar la idea de las comunidades como entidades aisladas, autosuficiente y autocontenidas. Para Aguirre Beltrán:

“los indígenas, en realidad, rara vez viven aislados de la población mestiza o nacional”; por tanto, “no era posible inducir el cambio cultural tomando a la comunidad como una entidad aislada, porque ésta, no obstante su autosuficiencia y su etnocentrismo, en modo alguno actuaba con cabal independencia, sino que, por el contrario, sólo era un satélite —uno de tantos satélites— de una constelación que tenía como núcleo central, a una comunidad urbana, mestiza y nacional”.12

Aguirre Beltrán tomó como parámetro etnográfico la zona tzeltal-tzotzil de Chiapas, donde se instauró el primer Centro Coordinador en 1950. Y fue así cómo el concepto de región intercultural permitió definir la población sujeta a la acción indigenista (indígenas y no indígenas), así como el campo físico y geográfico de aplicación de los proyectos para el desarrollo de las comunidades.

Considerando la teoría y la pragmática social de los rarámuri, ¿qué sucedió con este modelo en la Sierra Tarahumara? Para Juan Luis Sariego Rodríguez, historiador y antropólogo especializado en el estudio de la historia de la política indigenista en Chihuahua durante el siglo XX, los supuestos aislamiento y dispersión de las poblaciones que residían en la Sierra Tarahumara justificó la implementación del CCIT y de los subsecuentes programas que promovería esta dependencia y de “sus fracasos”. A continuación cito en extenso los motivos:  

una de las razones que explican los fracasos indigenistas no es otra que la de creer erróneamente que los pueblos indios de la Tarahumara se organizan y se norman bajo un principio comunitarista según el cual la propiedad se vuelve comunal y, en general, las decisiones de la vida pública se le imponen desde fuera al individuo. Este falso principio en el que se basaron muchos de los diseños indigenistas llegó incluso a sublimarse hasta el punto de considerar a las etnias de la Tarahumara con capacidad para constituirse en naciones con sistemas de autoridad centralizados, cuasi estatales, y con modelos de economía altamente socializados. De ahí la apuesta por los proyectos colectivistas basados en el ejido, la escuela, la clínica y el aserradero comunales. Nada, en mi opinión, más opuesto a la realidad etnográfica, en la que uno descubre un alto grado de autonomía del individuo y del núcleo doméstico frente al conjunto de la sociedad indígena. Resulta entonces impostergable explicar la socialidad desde otra matriz que no sea aquella que procede de los modelos mesoamericanistas y que se basa en el principio de la vecindad y el linaje.13

En consecuencia, para Sariego Rodríguez, los límites de este ‘comunalismo’ radicaban en las particularidades del fenómeno comunitario de los pueblos que residían en la Sierra Tarahumara . Quizá el ejemplo más emblemático de estos “fracasos indigenistas” sea el ejido. El ejido derivó de las luchas sociales plasmadas en la primera Reforma Agraria posrevolucionaria e inscritas en la Constitución Mexicana de 1917. Esta unidad de organización territorial y de producción económica fue entendida como un elemento patrimonial de tierras, bosques y agua, así como una persona moral poseedora del patrimonio.

A lo largo del siglo XX, el ejido, fundamentado en la noción de comunidad, fue el mecanismo territorial y jurídico de articulación de los rarámuri con el Estado y las empresas privadas. Su instauración en la Sierra Tarahumara estuvo profundamente ligada con la explotación forestal, la cual obedecía a las demandas del mercado internacional. Esta forma de organización territorial y económica se sobrepuso a la teoría y a la pragmática rarámuri, provocando que la herencia y la posesión de la tierra se convirtiera en un embudo generacional cuyo efecto más dramático ha sido la migración masiva a las ciudades.

Este fue el caso de la ranchería de Santa Cruz en el ejido de Norogachi para 2016. Ante la imposibilidad de desmontar y trabajar tierras nuevas por la legislación ejidal, cerca del 80% de los parientes reconocidos en el estudio genealógico eran migrantes. En otras palabras, cada 8 de 10 rarámuri que descendían de esta familia no tenían posibilidad de acceder a la tierra. Sumado a esto, la verticalización de la administración ejidal y los requisitos explícitos e implícitos de hablar español y saber leer y escribir en español han impedido sistemáticamente el acceso de la población rarámuri a la toma de decisiones sobre sus propios territorios. Así, la comunidad ejidal y agraria, en gran medida, es responsable de la migración, la desposesión y la exclusión social y política de los rarámuri. Por todo ello, para el antropólogo Fraçois Lartigue, quien dedicó un estudio a la historia de la deforestación en la Sierra Tarahumara durante el siglo XX, la comunidad rarámuri debería ser entendida como un producto del estado nación.14

Pese a todo, los rarámuri han conseguido hacer uso de ésta y de otras formas artificiales de la comunidad para impulsar y concretar proyectos propios, dando paso a la existencia de comunidades propiamente rarámuri, tal como el caso que trato en el siguiente apartado.

Comunidades rarámuri

¿Cómo, desde la experiencia y la teoría rarámuri de lo social, podría ser creada una comunidad? A continuación resumo un estudio de caso para atender este cuestionamiento.

El ejido de San Ignacio de Arareco, municipio de Bocoyna, Chihuahua, es un lugar emblemático para el turismo de la Sierra Tarahumara. Ubicado sobre la carretera Gran Visión a cinco kilómetros del Pueblo de Creel, el centro neurálgico de esta industria, se encuentra uno de los atractivos más destacados para cualquier visitante: el Lago o la Laguna de Arareco. Este es un caso interesante para el tema que nos ocupa porque como consecuencia de una serie de pugnas territoriales mantenidas a lo largo del siglo XX en contra de empresarios locales, internacionales y el Gobierno del Estado de Chihuahua, en la década de 1990 los rarámuri de este ejido constituyeron Primer Complejo ecoturístico de la Sierra Tarahumara, administrado y dirigido por población tarahumara. En este contexto, la Sociedad de Solidaridad Social que instituyó dicho Complejo adquirió la forma de una comunidad con límites claros que se ceñía a los límites territoriales agrarios. Ante este escenario, cabe preguntarse ¿qué sucedió con las redes de parentesco y con los plexus conformados por los caminos rarámuri que es posible documentar con claridad hasta la década de 1980?

Este ejido fue conformado por dotación a un núcleo de población rarámuri en la década de 1920 y tuvo una ampliación en 1940, sumando cerca de 11 mil hectáreas. Sin embargo, para la década de 1980, como muestra los archivos de constitución ejidal resguardados en el Archivo Nacional Agrario; los rarámuri de San Ignacio no habían parcelado la tierra ni mucho menos se habían presentado en el Registro Agrario para realizar los trámites de propiedad correspondientes. Estos archivos están llenos de avisos que documentan la falta de interés de los rarámuri para atender la política agraria ejidal, tales como: “hemos pegado avisos para que los tarahumaras vengan a parcelar y se presenten en la oficina, pues en sus casas no hemos encontrado a nadie”, o “llegamos a la reunión que previamente convocamos y no había nadie”.

Tarahumara, début XXe siècle. Creative Commons

Tarahumaras, inicios del siglo XX.

Es posible que los funcionarios agrarios no hayan considerado la movilidad y la reconfiguración de los grupos residenciales que expliqué antes y que son el fundamento de la ocupación del territorio. Lo que llama la atención no sólo es la falta de interés por parte de los rarámuri para “legalizar” la propiedad de la tierra ante el Gobierno mexicano, sino que esto sucediera en la década de 1980.

Fue posterior a la reforma agraria del PROCEDE (Programa de Certificación de Derechos Ejidales), en la década de 1990, que los rarámuri de San Ignacio de Arareco mantuvieron largas reuniones donde, durante días, conversaron y discutieron por qué era necesario ser propietarios y poseedores de la tierra; pues la tierra, como el agua, como el aire y muchas otras cosas, no son entidades alienables, esto es, no se pueden poseer. Los rarámuri de San Ignacio de Arareco parcelaron e hicieron los trámites correspondientes ante el Registro Agrario, pues lo que estaba en juego era la potencial pérdida del lugar donde existían colectivamente, ya que esta reforma permitía e impulsaba la fragmentación de la propiedad colectiva y su venta individual.

Pese a todo, esto no significó que los límites decretados por el Gobierno mexicano fueran los límites de los caminos rarámuri. En 2012, tuve la oportunidad de hacer un recorrido por diversos pueblos y ejidos ubicados sobre la línea de la carretera Gran Visión. En este proceso documenté que tendencialmente, algunas personas inscritas como ejidatarios en un ejido, como San Ignacio de Arareco, residían en otro ejido vecino donde tenían sus ranchos y, en muchas ocasiones, gestionaban recursos económicos o participaban de las fiestas colectivas en un tercer ejido diferente. Hecho que complicaba definir dónde comenzaba la comunidad agraria o la comunidad ejidal y donde terminaba. La lógica de redes parentales, del caminar y de los caminos era lo que dotaba de sentido a los límites territoriales, como los ejidos, y a las asociaciones y sociedades, como el Complejo turístico. Los caminos, la relacionalidad y el parentesco rarámuri continuaban operando bajo la forma de comunidades.

El caso de los rarámuri nos invita a imaginar otras formas de sociabilidad y de organización del poder, de ocupación del territorio y de la conexión de los pueblos y naciones amerindias con las políticas del Estado nación. Más aún nos invita a imaginar cómo nos acercamos a los documentos que revisamos en los archivos.

Por ejemplo, el Archivo General del Agua de México resguarda legajos que narran la historia del predio de las aguas termales de Recowata de San Ignacio entre 1940 y el 2000. Actualmente, este predio es un anexo del Complejo Ecoturístico administrado por los rarámuri y los paseantes pueden tomar baños en las albercas de agua caliente. Algo que es relevante de considerar es la geografía accidentada de esta región, pues mientras se toma un baño en estas piscinas, los bañistas pueden mirar simultáneamente las cumbres que sobrepasan los 2000 metros de altura y la profundidad de las barrancas.

Las aguas termales de este lugar fueron cotizadas por empresarios y comerciantes y estuvieron en litigio desde 1952, cuando un inversionista del municipio de Bocoyna intentó instalar una fábrica de refrescos. Este litigio estuvo activo hasta la década de 1970. Nuevamente en 1974, los actuales hoteleros de Barrancas del Cobre solicitaron la concesión del predio de Recowata con fines turísticos. Uno de los motivos para solicitar dicha concesión y, de hecho, uno de los motivos para concederla, era que “ahí no vivía nadie”; argumento que fue sostenido hasta los últimos desencuentros legales y lucha de esta tierra en la década del 2000.

Como decía, Recowata es un peñasco, rocas al filo de las profundas barrancas. Y, efectivamente la ocupación del territorio no era agrícola; pero la gente caminaba por ahí, era un territorio donde se hacían caminos, donde se pastoreaban chivas, donde la gente se encontraba, donde los rarámuri mantenían relaciones con plantas, animales y seres no humanos. Dicho de otra manera, era un lugar donde al andar caminos, los rarámuri creaban sus caminos internos. El hecho de no construir una casa o de no sembrar no negaba la ocupación territorial extendida de los rarámuri. Por el contrario, dado que era un espacio para construir caminos, ese territorio constituía a las personas mismas. Pese a todo, desde la perspectiva de los funcionarios agrarios, indigenistas y empresarios interesados en el desarrollo del turismo y la explotación de los recursos de la región, esto era un territorio “desperdiciado”, un término que ante la incomprensión del sistema de ocupación extendido del territorio ha justificado el despojo y el desplazamiento de los rarámuri.

La teoría y la pragmática de los rarámuri sobre lo social es distinta a la promovida por el indigenismo durante el siglo XX; en la primera las personas deben gozar de autonomía para caminar y conforman colectivos en forma de redes; en la segunda, las personas fueron sometidas a una des-raramurización, eso es, al despojo de su persona y de su dignidad, debían conformar grupos cerrados (familias nucleares, familias extensas, comunidades, ejidos, pueblos indígenas, etc.), pues esto facilitaría la integración económica y cultural. En el primero, la tierra no es un bien alienable pese a que el territorio sea constitutivo de las personas; en la segunda, la tierra es un recurso.

En el cruce de estas dos teorías, y podríamos decir ontologías, sociales, de la persona, del territorio es que se encuentran muchos de los conflictos agrarios, por ejemplo, que dejaron rastro en los documentos que encontramos en los archivos. He observado, al leer parte de esta documentación, que los rarámuri conocen y comprenden las teorías y ontologías de los indigenistas, pero que no sucede lo contrario; es decir, que los indigenistas suelen no entender y, en consecuencia, excluir y expulsar de la discusión las teorías y las ontologías rarámuri. Por ejemplo, en un litigio de la década de 1990, el juez en turno intentaba explicar condescendientemente a los rarámuri de San Ignacio de Arareco que los títulos primordiales demostraban la posesión del territorio; el juez aconsejaba buscar entre sus papeles. Ante este consejo, los rarámuri respondían: “nosotros no fuimos conquistados”; pues como demuestra la documentación de conformación de aquel ejido, el vínculo con la política agraria se formalizó hasta la década de 1990. Aún así, el juez insistía, partiendo de la premisa que los rarámuri no entendían lo que les solicitaba, que buscaran bien entre sus papeles.

¿Qué nos dice el material reunido en este ensayo sobre las comunidades rarámuri? Primero que la noción de comunidad integrada por un número determinado de sujetos humanos que estarían restrictos a ciertos límites territoriales y cuyos lazos con otras comunidades se reducirían a los ámbitos económicos y políticos corresponde a un diseño de política pública posrevolucionaria articulada con la conformación del Estado nacional. En consecuencia, no pertenece a la realidad etnográfica de quizá ningún pueblo o nación amerindia en México. Segundo, la artificialidad y el artificio de estas comunidades agrarias y ejidales fue una herramienta clave para la explotación irracional del bosque de la Sierra Tarahumara durante el siglo XX y para reproducir estructuralmente la desigualdad, exclusión, empobrecimiento y desposesión de gran parte de la población rarámuri.

Tercero, en algunos casos como en el ejido de San Ignacio de Arareco, los modelos de comunidad implementados por el Estado nación fueron reformulados desde la lógica y la pragmática rarámuri. Así, la conformación de la Sociedad de Solidaridad Social que permitió instituir el Complejo Ecoturístico fue el resultado de una lucha jurídica y social para defender el territorio de un proceso expropiación ejecutado por el Gobierno del Estado de Chihuahua en contra del pueblo de San Ignacio de Arareco. Si bien el Lago o la Laguna de Arareco es un cuerpo artificial, es decir, una presa; en la década de 1990 el Gobierno del Estado de Chihuahua solicitó la propiedad, vía la nacionalización, de este cuerpo de agua.

La población del ejido realizó marchas y protestas hasta llegar a un acuerdo con el Gobierno del Estado de Chihuahua. La base de esta organización se había tejido, desde la lógica rarámuri del cuidado parental y de la construcción de caminos colectivos, desde la década de 1980; cuando algunas mujeres rarámuri advirtieron que los cuadros agudos de desnutrición infantil derivaban de la violencia familiar y de género. En asociación con una serie de Organizaciones No Gubernamentales, estas mujeres rarámuri se volvieron promotoras y profesionales de la salud, educadoras y alfabetizadoras. Para 1990, en este ejido se contaba con varias tiendas de alimentos y de artesanías autogestivas, con una escuela privada reconocida por la Secretaría de Educación Pública administrada y diseñada por rarámuri, así como con una red de alfabetización y educación sobre violencia de género. Ese tejido de caminos parentales y de andares colectivos fue lo que permitió organizar la defensa del Lago o de la Laguna y posteriormente conformar un Complejo Ecoturístico propio.15

Como conclusión me pregunto qué tipo de problemas o de relecturas implicaría volver a los procesos históricos vividos en el siglo XX desde la teoría y la pragmática rarámuri y sobre todo a qué retos nos enfrenta reconocer, en el contexto del cambio climático, que las posibilidades sociales de conformar colectivos, humanos y no humanos, nunca se limitaron a la lógica estatal. Incluso, podríamos reconocer como han sugerido intrigantemente David Wengrow y David Graeber que los Estados, las naciones y las comunidades cerradas y limitadas espacialmente son, en el amplio registro etnográfico y arqueológico de cerca de 40 mil años, una posibilidad, y no un destino, de la cual podríamos escapar si somos capaces de dialogar con otras imaginaciones sociales, como la de los rarámuri.16

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    1

    Este escrito deriva del libro en preparación titulado Comunidades rarámuri. Fue presentado bajo la forma de ponencia en “Relecturas del fracaso. Comunidades, género, raza y lengua en perspectiva histórica”, Oaxaca, México, 2023.

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    2

    Sugiero consultar Anna L. Tsing, The Mushroom at the End of the World. On the Possibility of Life in Capitalist Ruins, Princeton y Oxford, Princeton University Press, 2015; Sophie Chao, In the Shadow of the Palms. More-Than-Human Becomings in West Papua, Durham y London, Duke University Press, 2022; y Nastajssa Martin, A Leste dos Sonhos, São Paulo, Editora 34, 2023.

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    3

    Tarahuamara Sustentable, “Visión rarámuri sobre gobernanza ambiental”, YouTube, 2016. Disponible en: https://youtu.be/mIGEkLVnmMU?feature=shared

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    4

    Alejandro Fujigaki Lares, “Caminos rarámuri para sostener o acabar el mundo. Teoría etnográfica, cambio climático y Antropoceno”, Mana, n° 26(1), 2020. Disponible en: https://doi.org/10.1590/1678-49442020v26n1a202

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    5

    María Isabel Martínez Ramírez, “Tejiendo la vida social: teoría rarámuri de la sociedad y de la persona”, en Arturo Gutiérrez (ed.), Hilando el noroeste, México, Colegio de San Luis, 2012, pp. 555-602, p. 556.

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    6

    Enrique Salmón, “Kincentric ecology: Indigenous perceptions of the human-nature relationship”, Ecological Applirarion, n° 10(5), 2000, pp. 1327-1332.

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    7

    Alejandro Fujigaki Lares, “La (di)solución de la muerte entre los rarámuri de México. Paradoja múltiple y tecnología ritual de transformaciones relacionales”, en María Isabel Martínez Ramírez y Johannes Neurath (coords.), Cosmopolítica y cosmohistoria: una antí-síntesis, Buenos Aires, SB, 2021, pp. 99-132.

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    8

    Marcio Goldman, “A Antropologia Diante dos Saberes Orgânicos”, Conferencia de clausura IX REACT, Goiânia, Brasil, 24 de noviembre de 2023. Sobre la necesidad de multiplicar los sistemas de validación para los saberes y prácticas de pueblos y naciones amerindias consultar Yásnaya Elena A. Gil, Tëkëëk Piky, Antología, México, Brot-Etc-CSF-MISEREOR, 2023.

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    9

    Sugiero consultar María Isabel Martínez Ramírez, Teoría etnográfica. Crónica por la antropología rarámuri, México, UNAM, 2020; y María Eugenia Olavarría y María Isabel Martínez Ramírez (coords.), Estudios sobre parentesco rarámuri y ranchero en el noroeste de México, México, Universidad Autónoma Metropolitana -Iztapalapa, 2012.

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    10

    Estas ideas son un resumen de una revisión detallada sobre la implementación de distintos ordenamientos territoriales desde el siglo XVII hasta el siglo XXI en María Isabel Martínez Ramírez, “Nadie está aislado de nadie. Descripciones prescriptivas de los Otros en la Sierra Tarahumara”, Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, n° 53, 2017, pp. 38-58. Disponible en: http://dx.doi.org/10.1016/j.ehmcm.2016.11.001

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    11

    José Del Val y Carlos Zolla, Documentos fundamentales del indigenismo en México, México, UNAM, 2014, pp. 526-528.

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    12

    Gonzalo Aguirre Beltrán, “Teoría de los centros coordinadores”, Clásicos y Contemporáneos en Antropología, VI, n° 32, 1955, pp. 66-77. 

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    13

    Juan Luis Sariego Rodríguez, El indigenismo en la Tarahumara. Identidad, co- munidad, relaciones interétnicas y desarrollo en la Sierra de Chihuahua, México, Instituto Nacional Indigenista, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2008, p. 160.

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    14

    François Lartigue, Indios y bosques. Políticas forestales y comunales en la sierra tarahumara, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 1983. También sugiero consultar Christopher R. Boyer, Political Landscapes. Forests, Conservation, and Community in Mexico, Durham, Carolina del Norte, Estados Unidos, Duke University Press, 2015.

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    15

    María Isabel Martínez Ramírez, “Kari Igomara Niwara (La casa es de las mujeres) (1981-1995). Las mujeres rarámuri como agentes de cambio ante el desarrollo institucional en la Sierra Tarahumara”, Secuencia, n° 102, 2018, pp. 225-256.

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    16

    David Graeber y David Wengrow, The Dawn of Everything: A New History of Humanity, Londres, Allen Lane, 2022.

    Pour citer cette publication

    María Isabel Martínez Ramírez, « ¿Comunidades rarámuri? Teorías sobre lo social en la Sierra Tarahumara, Chihuahua, siglo XX » Dans Jean-Frédéric, Schaub (dir.), « Race et histoire en Amérique latine », Politika, mis en ligne le 28/01/2025, consulté le 28/01/2025 ;

    URL : https://politika.io/es/article/comunidades-raramuri-teorias-sobre-lo-social-sierra-tarahumara-chihuahua-siglo-xx