Hacia What We Owe to Each Other y más allá
Profesor emérito

(Universidad de Harvard)

T. M. Scanlon es profesor emérito en el departamento de filosofía de la universidad de Harvard. Obtuvo su licenciatura en Princeton en 1962 y su doctorado en Harvard. Entretanto, estudió durante un año en Oxford como becario Fulbright. Enseñó en Princeton desde 1966, antes de integrar Harvard en 1984. La tesis doctoral del profesor Scanlon y algunos de sus primeros artículos abordaban la lógica matemática, pero la mayor parte de su enseñanza y sus escritos se enmarcan en el campo de la filosofía moral y política. Ha publicado artículos sobre la libertad de expresión, la naturaleza de los derechos, las concepciones del bienestar y las teorías de la justicia, así como sobre cuestiones fundamentales de la teoría moral. En esta entrevista retoma el origen de su interés por la filosofía moral, la evolución de su relación con ciertas ideas morales kantianas, la génesis de sus ideas sobre la centralidad de las razones en la filosofía normativa y la idea de justificabilidad frente a los demás como base de la moral.

Fue invitado a la EHESS el 13 de noviembre de 2017 a una jornada de estudios sobre el manuscrito de su libro Why Does Inequality Matter? (Oxford, 2018), y, el 14 de noviembre de 2017, presentó un texto titulado “Contractualism and justification” en el marco del Seminario de Filosofía Política Normativa del CESPRA.

Esta entrevista fue realizada por Luc Foisneau, con la colaboración de Véronique Munoz-Dardé, poco antes del seminario impartido por Tim Scanlon en la EHESS, en el número 105 del bulevar Raspail, en París. La transcripción fue llevada a cabo por Victor Mardellat (doctorando en filosofía, en el CESPRA), quien añadió una pregunta específica sobre el contractualismo.

Director: Serge Blerald

Educación filosófica: de la filosofía de las matemáticas a la filosofía moral y política

Luc Foisneau ¿Cómo se convirtió usted en filósofo moral?

Tim Scanlon – Cuando fui a estudiar la licenciatura en Princeton, tomé algunas clases de filosofía en mi primer año, simplemente porque mis padres habían hablado a menudo de eso en casa. Pensé que podría interesarme, aunque no tenía una idea clara de lo que era. Una de las cinco clases que escogí en mi primer semestre era sobre Platón, y en el segundo semestre me inscribí en una de esas clases tradicionales de “De Descartes a Kant”. Y me gustaron bastante, aunque no me resultaron fáciles. Pensé que me especializaría en matemáticas. Pero por varias razones, relacionadas con malas elecciones de clases, resultó que no estaba suficientemente preparado. Así que al terminar el segundo año, cuando tenía que elegir mi especialidad, me matriculé en filosofía.

Me gustaba la filosofía, pero en realidad solo me empezó a apasionar a partir del segundo semestre de mi tercer año, cuando tomé un seminario de filosofía de las matemáticas con Paul Benacerraf, que era profesor adjunto en ese momento y acababa de terminar una brillante tesis sobre el tema. Paul, que se convirtió en mi mentor y más tarde en un querido colega y amigo, es un personaje que puede resultar bastante intimidante, ya que sus juicios son muy firmes y tajantes. Su intensidad y profundo compromiso con el estudio de la filosofía de las matemáticas lo convierten en un maestro muy inspirador. De manera que, aunque Paul me daba algo de miedo, me encantaba su clase y decidí que el año siguiente, el año de redacción de la tesina requerida para obtener el diploma de licenciatura en Princeton, escribiría sobre filosofía de las matemáticas bajo su dirección.

El tema que me interesaba era la cuestión de la existencia de objetos matemáticos. Es curioso que la ontología ―un tema muy abstracto que trata la cuestión de saber qué es lo que existe― despierte una pasión particular en muchas personas. En algunas personas se trata de una pasión negativa. Es gente fuertemente apegada al minimalismo ontológico, es decir, a reducir el abanico de entidades cuya existencia reconocen. (Por alguna razón que ignoro, esta tendencia parece ser especialmente común en Australia). Pero era la pasión opuesta la que me interesaba. Cuando leí un famoso artículo de Willard Quine y Nelson Goodman que rechazaba rotundamente la idea de que pudieran existir conjuntos o cualquier otro tipo de objeto abstracto1, no solo estaba en desacuerdo con ellos, sino que incluso sentí una fuerte indignación2.

Así que escribí mi tesina de licenciatura sobre lo que llamamos el platonismo en la filosofía de las matemáticas ―la idea según la cual entidades matemáticas como números y conjuntos realmente existen― con Benacerraf como director. Durante ese año me comprometí con este proyecto como nunca lo había hecho antes en ninguna otra empresa intelectual. A mediados de año, Paul me dijo que tenía que solicitar la admisión a un máster de filosofía. Nunca se me había ocurrido. Siempre creí que iría a la facultad de derecho y luego volvería a Indiana para ejercer la abogacía con mi padre. Nunca había pensado en hacer otra cosa. Pero Paul fue muy insistente. Por supuesto, me sentía halagado por su confianza en mí. Pero me asustaba la idea de seguir por este camino. Y la filosofía no fue la única causa. La simple idea de una vida académica me parecía extraña y no sabía cómo sería. Presenté mi candidatura para varios programas de maestría, y fui aceptado. Al final del año, deseaba realmente especializarme en filosofía, pero no me atrevía. Así que pagué una señal para ir a la facultad de derecho. Pero, en el último minuto, obtuve una beca Fulbright para ir a Oxford, para la cual me habían puesto primero en la lista de espera. Una vez en Oxford, decidí que no iba a dejar la filosofía. Al cabo de un año, volví a Estados Unidos y me inscribí en el programa de doctorado en la Universidad de Harvard.

En lo que respecta a mi estancia en Oxford, debo añadir una anécdota, que es bastante divertida. Al principio de mi último año en Princeton, todavía no había asistido a ninguna clase de filosofía moral y política, y pensé que esos temas no me interesaban. Como dijo una vez mi colega y amigo de Princeton Richard Jeffrey, yo era entonces una especie de positivista lógico adolescente. Pero me dijeron que si quería aprobar los exámenes de honor3 al final de mi último año, tenía que tomar al menos dos clases de filosofía moral o política. Así que escogí dos. La primera clase la impartía Jordan Howard Sobel, que acababa de obtener su doctorado de la Universidad de Michigan. Se interesaba principalmente por el uso de métodos formales en filosofía moral, desde la perspectiva de la teoría de juegos y la teoría de decisiones. La mitad del curso se centraba en estos enfoques, y la segunda mitad en la metaética de la década de 1950 (el trabajo de R. M. Hare, Charles Stevenson, G. E. Moore y algunos otros). Para mi sorpresa, todo esto me resultó muy interesante, especialmente los enfoques en términos de teoría de juegos y elección social.

Durante mi primera estancia en Oxford, y aunque trabajé principalmente con Michael Dummett en lógica y filosofía de las matemáticas, pasé mucho tiempo leyendo textos de referencia sobre economía del bienestar, como Critique of Welfare Economics de Little, el manual de Luce y Raiffa sobre teoría de juegos, y The Theory of Games as a Tool for the Moral Philosopher de Braithwaite4. Todo me pareció muy interesante. Me encantaban los métodos que empleaban. La demostración del teorema de Arrow, por ejemplo, era formidable. Pero no pensaba que fuera una forma totalmente satisfactoria de hacer filosofía moral. Creo que, incluso en aquel entonces ―y no creo que esté reescribiendo el pasado― lo encontré frustrante porque las conclusiones a las que se llegaba dependían demasiado de las preferencias establecidas como punto de partida.

Esta inquietud por encontrar una base debidamente objetiva para los argumentos y las conclusiones morales habría de ocuparme durante muchos años. Esta es la cuestión central de mi artículo de 1975 “Preference and urgency5” y de una serie de artículos sobre la idea de bienestar publicados en los años ochenta y noventa. Todos estos textos conducían a la posición defendida en What We Owe to Each Other. Pero mis primeros pasos en este camino me llevaron a Kant.

En enero de 1963 ―un enero muy frío durante el cual casi todas las cañerías de la cocina y el baño de Oxford se habían congelado― yo estaba en el sótano de la librería Blackwell's, mirando libros de segunda mano porque quería usar la prestación para la compra de libros que venía con mi beca. En un estante vi un libro negro con letras rojas y blancas en el lomo en el que ponía: “The Moral Law, H. J. Paton6”. Recordé que había visto este libro muchas veces en bibliotecas de filosofía, así que lo saqué para echarle un vistazo. Se trataba de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres de Kant. Ni siquiera sabía, en ese momento, que Kant había escrito filosofía moral. Pensé que debía leerlo, así que pagué una libra y media y volví a mi habitación donde comencé la lectura. Me pareció extremadamente difícil de entender, pero fascinante y estimulante, porque parecía ofrecer una alternativa rigurosa a las teorías basadas en preferencias que había estudiado.

Pasé la mayor parte de los siguientes dos meses leyendo y tomando extensas notas sobre dos libros que me costó mucho entender. Uno era la Fundación de Kant, y el otro un manual de teoría de la demostración muy denso, Introduction to Metamathematics de Stephen C. Kleene7. Mi primer profesor de lógica en Princeton, Raymond Smullyan, se había referido en una ocasión a este manual clásico de Kleene como “esa monstruosidad barroca”. La Fundación de Kant no es lo suficientemente extensa como para llamarla monstruosidad, pero su argumento, supongo, es lo suficientemente complicado como para llamarlo “barroco”. De todos modos, de mediados de enero a finales de marzo, pasé todas mis mañanas trabajando en estos dos libros difíciles, y esto me hacía tan feliz que comprendí que no podía renunciar a la filosofía. Así que decidí regresar a Estados Unidos e inscribirme en el programa de doctorado de la Universidad de Harvard. Como acababa de distanciarme del utilitarismo de elección social y convertirme en kantiano, estaba realmente listo para conocer a John Rawls y trabajar con él. Pero no me di cuenta de ello en aquel entonces.

El departamento de filosofía de la Universidad de Harvard era entonces de tamaño modesto, pero estaba formado por académicos muy distinguidos. Sus miembros principales eran Quine y Rawls; pero también estaba Roderick Firth, que era un epistemólogo de renombre; Rogers Albritton, que era extremadamente carismático y brillante, una de esas personas que no publican casi nada pero que ejercen una profunda influencia en la profesión a través de su enseñanza; y Stanley Cavell, que acababa de incorporarse al departamento.

Mi director de tesis, Burton Dreben, impartía clases de lógica. Dreben trabajaba con Quine y era un wittgensteiniano negativo puro y duro: en otras palabras, era un seguidor del último Wittgenstein, para quien la filosofía, concebida como un proyecto teórico positivo, no podía llevarnos a ninguna parte. Trabajaba bajo la dirección de Dreben porque quería hacer una tesis en lógica, y en ese momento él era la única persona del departamento que trabajaba en este campo. Hilary Putnam, que ha realizado un importante trabajo en esta rama de la filosofía, se unió al departamento el último año antes de que me fuera, pero mi tesis ya estaba muy avanzada entonces. Dreben era un director muy amable y alentador. No prestaba mucha atención a sus ideas filosóficas. Me contentaba con trabajar con él la lógica.

También tomé clases con Rawls, a quien llegué a conocer bastante bien, aunque la filosofía política todavía no era mi tema principal de investigación en esa época. Más tarde, alrededor de 1970, algunos amigos entre los cuales se encontraba mi colega de Princeton Tom Nagel, formaron un grupo de debate sobre filosofía política y filosofía del derecho, que se reunía todos los meses en Nueva York o Cambridge (Massachusetts). Rawls pertenecía a este grupo. Por consiguiente, durante los siguientes cinco años, lo vi una vez al mes en el marco de estas reuniones. Es así como realmente llegué a conocerlo mejor.

Solo fui doctorando en Harvard durante tres años, y en otoño de 1966 fui a impartir clases a Princeton. Me contrataron principalmente para enseñar lógica y materias afines. Como fue mi trabajo en este campo lo que impresionó a Benacerraf, supongo que fue él quien aconsejó que me contrataran. Pero en el departamento de filosofía de la Universidad de Princeton, mucha gente quería enseñar estas materias y lo que más necesitaban era profesores para clases de filosofía moral y política. Estaba feliz de encargarme de estas clases, y cada vez me interesaban más estos temas. Aunque me gustaba enseñar lógica, me di cuenta de que tenía más ideas en filosofía moral y política, así que poco a poco me fui reorientando hacia este campo.

Durante muchos años, enseñé filosofía moral a estudiantes de primer año y de nivel intermedio, y esas clases siempre se centraron, especialmente, en la Fundación de Kant. Seguía fascinado por el problema de identificar la mejor manera de comprender el argumento de Kant, y traté de resolverlo de muchas formas. Cuando uno está obsesionado con un problema de interpretación como este, es fácil pasar por alto la cuestión de saber si aceptamos realmente las conclusiones del argumento. Cuando tomé un poco de distancia para plantearme esta pregunta, mis respuestas cambiaron de un año a otro. Durante un tiempo, mi grado de aceptación de estas conclusiones aumentó y descendió siguiendo una curva trigonométrica sinusoidal, pero finalmente terminó declinando cada vez más. Ya no soy kantiano. Sin embargo, tardé mucho tiempo en superar la fascinación que ejerció sobre mí la Fundación.

Algunos puntos de divergencia con Kant

Luc Foisneau – ¿Cómo es que ya no es kantiano? Por decirlo de otra manera, ¿qué es lo que le condujo a seguir otra vía en la filosofía moral?

Tim Scanlon – Pues, como he dicho, las diferentes formulaciones del imperativo categórico de Kant me parecieron al principio ideas morales extremadamente atractivas. En la tercera parte de la Fundación, Kant trató de basar estas ideas en la idea de libertad individual o de autonomía, y durante varios años me esforcé mucho en aprehender el significado de esta empresa. Después de un tiempo, llegué a la conclusión de que este argumento no funcionaba, pero que las formulaciones del imperativo categórico tenían un valor independiente porque expresaban ideas morales extremadamente atractivas. Dan una imagen atractiva de nuestras relaciones con los demás, en la que todos somos miembros del reino de los fines que deben ser tratados como fines en sí mismos y no como meros medios. La tentativa de Kant de rastrear estas ideas hasta una concepción de nuestra propia libertad me pareció no solo infructuosa, sino también incapaz de brindarles un fundamento de un tipo adecuado. Se trata mucho más de una cuestión de uno mismo que de nuestra relación con los demás.

Más tarde llegué a la conclusión de que, si bien las diversas formulaciones del imperativo categórico se acercan a importantes verdades morales, no son la expresión más adecuada de las mismas. Por ejemplo, la formulación que insiste en que la máxima de nuestra acción sea universalizable se acerca a la idea según la cual, si una limitación de nuestra libertad de acción resulta necesaria para protegernos de un modo u otro o para proporcionar a la comunidad un beneficio significativo, sería injusto no aplicarla. Cuando una acción es injusta en este sentido, se debe a las razones que justifican la limitación de nuestra libertad violada por esa acción, y no al hecho de que esa limitación sea o no deseada por quien la viola8. Asimismo, la idea de que es injusto tratar a alguien “como un mero medio” es a primera vista muy plausible. Pero cuando uno comienza a examinar la cuestión de determinar qué es tratar a alguien como un mero medio, la idea de “medio” ofrece menos pistas de lo que parece a primera vista. Ser “un mero medio” es tener únicamente una importancia instrumental. Por lo tanto, tratar a alguien como un mero medio es tratar a esa persona sin dar importancia a sus razones ni intereses, de una manera que no podría justificarse si sus razones e intereses se tomasen en serio. Así, la idea de un “medio”, en el sentido corriente de la palabra, no ayuda a explicar por qué es injusto tratar a alguien como un simple medio. Todo depende de determinar qué formas de tratamiento pueden justificarse de una manera que tome en serio los intereses de todos9. Además, me pareció que si las diversas formulaciones del imperativo categórico no casan totalmente con las ideas morales que parecen expresar, es en parte porque Kant deformó estas últimas al obligarlas a entrar en el marco de su filosofía más general, incluida su idea de libertad y su particular concepción de la dignidad humana.

Hay, evidentemente, sorprendentes similitudes entre mi propia visión de lo que es justo y de lo que no, según lo determinado por principios que podríamos justificar frente a otros, y la de Kant. Ambas conceden una importancia particular a los principios generales, y ambas estipulan que estos deben ser justificables de una manera en que se tengan en cuenta las razones de todos, oponiéndose, así, a que se trate a los demás “como meros medios”. Pero, desde un punto de vista kantiano, como dije en mi primer libro, mi teoría es “abiertamente heterónoma10”. Según ella, el contenido y la autoridad de los principios morales tienen como fundamento, tanto uno como otro, las razones que tenemos para tratar a los demás de una cierta manera, más que el hecho de que queramos adoptar estos principios con independencia de cualquier inclinación.

Hacia el fundamentalismo de las razones

Luc Foisneau ¿Podría hablarnos ahora de los diferentes fundamentos que ha propuesto para la filosofía moral y de cómo esta se articula con la idea de que somos seres sensibles a la razón?

Tim Scanlon – La tradición que sigue a Kant, y de hecho la tradición en la que él mismo se inscribía, pone mucho énfasis en la idea de la Razón como facultad. Pero la Razón con R mayúscula no es central para mí. Ciertamente le doy importancia al hecho de que somos criaturas racionales, en la medida en que tenemos la capacidad de reflexionar sobre lo que vamos a hacer y somos capaces de tomar decisiones, de presentar consideraciones que nos parecen que sustentan esas decisiones, y así sucesivamente. Pero no veo en la Razón así entendida una fuente fértil de conclusiones sustanciales sobre las razones que tenemos para actuar o creer. Asimismo, creo que la idea de que hay una distinción clara entre, por un lado, el razonamiento o el hecho de ser racional en el sentido de responder a razones, y, por otro, la emoción, o el estar sujeto a pasiones, es errónea. La idea de que la Razón y la emoción son facultades, o “partes del yo”, diferentes, es una idea muy antigua en filosofía, pero me parece engañosa. Actuar en base a una emoción es como hacer ciertas cosas siguiendo razones. Si estoy enfadado con usted, y actúo por enfado, es porque estar enfadado con usted implica ver en el hecho de que usted está contrariado con mi acción una razón para realizar dicha acción. Así que creo que no hay una gran diferencia, u oposición, entre ser racional en el sentido muy general de actuar sobre la base de lo que uno considera una razón, por un lado, y el hecho de ser movido por nuestras emociones o nuestras pasiones, por otro. Cuando estamos movidos por alguna emoción y hacemos algo diferente a lo que más razones tenemos para hacer, estamos nuevamente ejerciendo nuestra capacidad de actuar sobre la base de lo que vemos como razones. Es solo que lo hacemos mal.

Aunque la idea de la Razón no es una idea importante para mí, he llegado a pensar que la idea de una razón ―es decir, de una consideración que, en mis términos, cuenta a favor de algo― constituye el elemento fundamental del pensamiento normativo. En otras palabras, en el nivel más fundamental, todo pensamiento sobre lo que vamos a hacer o lo que debemos hacer, ya sea desde un punto de vista moral o no, se basa en razones. Esta es una hipótesis a la que adhiero totalmente. Puede resultar errónea, pero lo he estado defendiendo desde hace bastante tiempo.

Luc Foisneau ¿Cómo llegó a esta idea de que hay que partir, para plantear correctamente los problemas de la filosofía moral, no de la razón como facultad, sino de las razones que podemos tener para actuar o creer?

Tim Scanlon – Entre 1979 y 1980, cuando estaba escribiendo el artículo que daría lugar a What We Owe to Each Other, tuve la idea de principios que nadie podría rechazar razonablemente. Y esta idea implica la de una razón, de algo que cuenta a favor de nuestra oposición a un principio. Pero en este artículo programático, estaba tratando de explicar no solamente cuál es el contenido de la moral, sino también su atractivo o su autoridad: por qué la aceptamos, por qué nos sentimos atraídos a respetar sus exigencias. En este artículo, “Contractualismo y Utilitarismo11”, llamé a esto “el fundamento motivacional de la moral”, y señalé que este fundamento radica en el deseo de poder justificarnos frente a los demás.

Por supuesto, había mucho debate sobre las razones y los deseos, incluido el famoso artículo de Bernard Williams, “Internal and External Reasons12”. Y me preguntaban: “¿Cree que tenemos algún tipo de razón para seguir las exigencias de la moral si no lo deseamos? ¿O bien tenemos una razón para hacer lo que exige la moral sólo si resulta que tenemos ese deseo particular, en virtud de nuestra psicología particular?”

Durante mucho tiempo, digamos unos diez años (entre 1980, cuando escribí este artículo, y principios de la década de 1990) mi postura era que no necesitaba responder a esta cuestión para llevar a cabo mi proyecto. Habría tenido que adentrarme en aguas filosóficas más profundas de las que entonces estaba preparado para aventurarme, y pensaba que podría simplemente prescindir de ello. Pero a principios de los años noventa, me di cuenta de que tenía que apoyarme en la idea de lo que es una buena razón no solo para explicar el fundamento motivacional de la moral, sino también para explicar qué es un principio que alguien podría rechazar razonablemente. Así que tuve que posicionarme sobre si las razones dependen de deseos preexistentes o no.

Por eso, en el verano de 1993 o 1994, decidí que tenía que ocuparme de ello. Pasé alrededor de un mes leyendo el artículo de Williams, las reseñas del artículo, las respuestas de Williams, y así sucesivamente. Me sentía como si hubiera sido intelectualmente “zarandeado”, es decir, tirado de un lado a otro entre estas posiciones incompatibles. Leía algo y más o menos me acababa convenciendo, luego leía otra cosa en el campo opuesto y también me resultaba convincente. Estaba totalmente perdido.

Un domingo me dije: “Tengo que recomponerme y llegar a una conclusión sobre esta cuestión. Mañana iré a mi oficina y escribiré una confesión para mí, lo que pienso realmente”. Para ahorrarme todo tipo de presión innecesaria, precisé que la idea no era escribir un borrador de un capítulo para mi libro, o un texto destinado a la publicación. Solo sería un intento de ver en qué lado de la cuestión me situaría y de ser honesto conmigo mismo sobre lo que pienso. Supongamos que alguien me hubiera pedido, ese domingo por la tarde, que predijera cuál iba a ser mi conclusión. Le hubiera contestado que sería que en muchos casos, quizás incluso en la mayoría de los casos, nuestra razón para hacer ciertas cosas es satisfacer uno de nuestros deseos, pero que hay otras situaciones en las que lo que debemos hacer, como por ejemplo no matar a alguien o no robarle el coche a alguien, no depende de si tengo este o aquel deseo.

El lunes por la mañana salí y empecé a trabajar, y el martes estaba convencido plenamente de que una razón es una consideración que cuenta a favor de algo, y de que las razones nunca dependen de los deseos. Pensar que dependen de ellos es un error. Tener un deseo supone ver otra consideración como una razón. Desear beber agua, por ejemplo, implica ver el hecho de que beber agua saciaría mi sed como una razón para beber agua. Un deseo es como la percepción de lo que parece ser una razón. Esta impresión puede ser errónea. Podemos desear cosas que no tenemos ninguna razón para querer. Pero cuando un deseo no es erróneo, es esa otra consideración, y no el deseo en sí mismo, lo que constituye nuestra razón para actuar de una manera que “satisfaga” nuestro deseo. Por lo tanto, la idea de que los deseos nos proporcionan razones carece de plausibilidad normativa porque todos deseamos cosas que no tenemos ninguna razón para querer, y, al mismo tiempo, es desmentida por la experiencia de lo que es tener un deseo, desde el momento en que examinamos con cuidado en qué consiste.

Me sorprendió mucho llegar a esta conclusión. Pero fue hace veinticinco años, y, con el paso del tiempo, me he convencido cada vez más de que esta conclusión era correcta. Tengo dudas sobre otras cosas que he escrito. Incluso temo, como veremos más adelante, que la idea de la justificabilidad frente a los demás no pueda llevarnos tan lejos como esperaba en nuestra explicación del contenido de la moral. Pero con el paso de los años, mi adhesión a esta concepción de las razones no ha hecho más que aumentar.

Esta perspectiva de las razones tiene que ver con mi relación con Kant, lo que estoy seguro de que su pregunta quería señalar. Durante los años en que luché con la cuestión de determinar qué hay que pensar de las ideas de Kant, las concebía como ideas sobre la moral, más que como una teoría del razonamiento práctico en general. Pero cuando llegué a Harvard, donde tuve como colega a Christine Korsgaard, estuve expuesto a un kantismo más completo. Como dije al describir mis primeros días en Oxford, primero me atrajo la teoría moral de Kant porque ofrece una alternativa a las teorías que hacían a las conclusiones morales depender demasiado de las preferencias individuales. Pero como se basa en las condiciones de la agencia racional, la teoría de Kant no me parecía convincente ni como análisis del contenido del razonamiento moral ni como explicación de la autoridad de las obligaciones morales. En cualquier caso, acabé entendiendo que, para huir de un subjetivismo no plausible, la solución consistía en adoptar el realismo normativo, es decir la idea de que hay verdades, independientes de nuestros deseos, acerca de nuestras razones para actuar o creer. Concebir la teoría de Kant como un rechazo general del realismo en las razones me permitió apreciar mejor el alcance de la brecha entre nuestras posiciones.

El contractualismo y la idea de la justificabilidad frente a los demás

Luc Foisneau Después de haber precisado sus ideas sobre la centralidad de las razones, asumió el proyecto de desarrollar una teoría de la justificabilidad frente a los demás. ¿Podría explicarnos cómo esta idea, ahora muy popular entre los filósofos, encaja en el proyecto de su primer libro?

Tim Scanlon – Después de llegar a esta nueva conclusión sobre las razones, le di al libro en el que estaba trabajando, What We Owe to Each Other, una estructura diferente a la que había concebido en un principio. Había imaginado que, al igual que mi artículo “Contractualismo y utilitarismo”, comenzaría con una disertación sobre el fundamento normativo de las obligaciones morales (que dio lugar al capítulo 4 del libro). Sin embargo, se abre con un capítulo sobre las razones en el que defiendo la tesis que acabo de exponer, prosigue con un capítulo sobre los valores en el que traté de explicar qué es un valor en términos de razones, y luego con un capítulo sobre el bienestar en que traté de explicar el bienestar en términos de razones y valor. Mi teoría de la moral en el sentido de lo que nos debemos unos a otros, según la cual una acción es injusta si cualquier principio que la autorice puede ser razonablemente rechazado, se expone únicamente en los capítulos 4 y 5. Luego hay otros capítulos, sobre la responsabilidad, las promesas y el relativismo, cuyos análisis radican en la teoría moral contractualista expuesta en los capítulos 4 y 5.

Victor Mardellat ¿Cuáles son los aspectos del contractualismo que le parecen más problemáticos?

Tim Scanlon – Sigo apegado a las ideas de todos estos capítulos, aunque, como siempre ocurre en filosofía, encuentro en ellos problemas que aún hay que resolver. Particularmente, me parece incluso hoy que el tipo de contractualismo que expuse en los capítulos 4 y 5 ofrece el mejor análisis de esa parte de la moral que se refiere a lo que nos debemos unos a otros. Por ejemplo, he terminado de escribir hace poco un libro sobre las objeciones a la desigualdad13, y las objeciones que examino son propuestas en gran medida en una perspectiva contractualista. De manera que, incluso cuando, siendo estrictos, no es mi tema, el contractualismo moldea mis reflexiones morales. Queda el hecho de que la idea de la justificabilidad frente a los demás plantea problemas que piden una respuesta14.

Esta idea cumple dos funciones en mi teoría. En primer lugar, me permite explicar por qué nos preocupamos, y por qué deberíamos preocuparnos, por el ámbito moral particular que estudio: deberíamos preocuparnos porque tenemos buenas razones para preocuparnos por la justificabilidad de nuestras acciones frente a aquellos a quienes afectan. Encuentro esta idea extremadamente plausible. De hecho, es una idea que mucha gente encuentra atractiva. De una forma u otra, esta idea juega un papel en la obra de Habermas, así como en las de Axel Honneth y Rainer Forst, entre otros. Veo esto como una señal de que estoy en el camino correcto, por así decirlo.

La segunda función que cumple la idea de justificación en mi teoría, como en las que acabo de mencionar, es la de explicar el contenido de este ámbito moral: explicar la naturaleza del razonamiento mediante el cual podemos llegar a conclusiones sobre lo que es justo e injusto en el sentido de lo que nos debemos unos a otros, y explicar qué acciones son justas o injustas en este sentido. Lo que hace única a mi teoría y la diferencia de otras en las que entran en juego ideas de justificabilidad, es el tipo particular de justificación que, según ella, debe cumplir esta segunda función, y por tanto el lugar que ocupa la idea de principios que pueden, o no, ser razonablemente rechazados.

Uno de mis temores es que mi reflexión sobre el contractualismo se haya deslizado con demasiada facilidad de una concepción de la justificabilidad a otra: de una idea general de lo que los demás tienen, considerándolo todo, una razón suficiente para aceptar, que cumple la primera función, a una forma más específica de justificación, limitada a tipos muy precisos de razones, que cumple el segundo rol. Como señalé en mi primer artículo sobre el contractualismo15, quizás no sea absurdo pensar que la justificabilidad desempeña el primero de estos dos roles ―que si debemos preocuparnos por la moral, es porque tenemos buenas razones para preocuparnos por la justificabilidad de nuestra acciones frente a los demás―, pero que la norma pertinente de la justificación está formulada por una teoría no contractualista de lo que es justo e injusto. No creo que esta objeción sea fatal para mi teoría. Pero debemos tenerla en cuenta. Hay una diferencia entre dos concepciones de la justificabilidad y, por lo tanto, es necesario explicar por qué deberíamos preocuparnos por la justificabilidad de nuestras acciones frente a los demás en el sentido particular en que mi teoría contractualista concibe esta noción.

Otros problemas que me han ocupado se refieren a los términos específicos de esta forma de justificación. Según mi teoría, el carácter justo o injusto de una acción depende del hecho de que cualquier principio que la autorice pueda o no (por esta razón) ser razonablemente rechazado por una persona que de alguna manera se vería afectada por dicha acción. Precisé que las razones en cuestión debían ser razones “personales”, es decir, razones que tengan como fundamento, para una persona que ocupa una posición determinada, la forma en que su vida se vería afectada si obedeciera a este principio y si los demás se comportaran tal como ese principio autoriza. Para saber si sería razonable rechazar un principio (y por tanto si una acción es justa o injusta), debemos comparar la razón por la que un individuo que ocupa una posición determinada (como por ejemplo la persona a quien una acción afectaría) tendría que rechazar un principio que autoriza esta acción, con las razones que otros tienen para querer disponer de las oportunidades que ese principio ofrecería si lo adoptáramos. Esto plantea preguntas tanto sobre lo que cuenta como una razón pertinente como sobre la naturaleza de la “comparación” en cuestión.

Limité las razones de rechazar un principio a las razones “personales” porque me parecía que el tipo de injusticia de la que estamos hablando aquí se da cuando alguien tiene algo por lo que protestar contra el ser tratado de cierta manera. Esta limitación también tiene como resultado descartar razonamientos agregativos que me parecían improcedentes. Me parece que hay situaciones en las que debemos evitar que una persona sufra un perjuicio muy grave, aunque esto cause molestias leves a un gran número de otras personas, y que si las molestias en cuestión son pequeñas, no tiene importancia cuán numerosas sean estas personas16. Limitar las razones para rechazar un principio a las razones “personales” garantiza que el contractualismo defenderá esa conclusión. Pero esta limitación parece ir demasiado lejos. Parece incompatible con el hecho de rechazar principios por razones que implicarían, de forma plausible, que haya que salvar a cinco o a quinientas personas, en lugar de a una. Por eso Derek Parfit recomendó con insistencia que se abandonara esta “coacción individual17”. Me resistí a ello, por la primera razón mencionada anteriormente, a saber, que el tipo de injusticia que me interesa está vinculado a los reclamos de los individuos. Pero consideré la posibilidad de que, sin traicionar esta lógica, el carácter razonable o no de rechazar un principio pueda depender de la cantidad de personas que tengan motivos para insistir en su adopción18.

Esto nos lleva a la cuestión de determinar de qué manera deben definirse y compararse las razones pertinentes. En muchos casos es natural hacer coincidir la fuerza de estas razones con la magnitud de los factores que las proporcionan, como el número de vidas salvadas o el tiempo durante el que una persona sufriría un determinado dolor. Estas cantidades proporcionan una base clara para proceder a la comparación de las razones de diferentes individuos. Parecería que también se pueden añadir de un individuo a otro, para representar juntos la fuerza de la razón por la cual todos deberían o no verse afectados de alguna manera. En algunos casos, este tipo de operación es muy plausible, como cuando tenemos que elegir entre salvar una vida o salvar varias vidas. Pero también parece abrir el camino a razonamientos agregativos inaceptables, como cuando se dice que las pérdidas muy triviales que un número suficiente de individuos distintos están a punto de sufrir se añaden entre sí para “compensar” una única pérdida mucho mayor que sufriría otro individuo.

Al reflexionar sobre esta cuestión, es importante tener en cuenta que lo que determina si es razonable o no rechazar un principio son, en el nivel más fundamental, las razones que tienen diferentes individuos para oponerse a un principio dado o para insistir en que lo aceptemos. La duración de los momentos de placer o dolor de diferentes individuos puede parecer “sumarse” de manera evidente para formar una mayor cantidad de placer o dolor (que ninguna persona experimenta en su totalidad). Pero no está tan claro qué impacto tendrá el hecho de que cada una de estas personas diferentes tenga una razón para querer experimentar algún placer momentáneo sobre el carácter razonable o no del rechazo de un principio cuya adopción los privaría de dicho placer. Los hechos ligados a las razones individuales no parecen poder sumarse unos a otros de la misma manera que parecen poder hacerlo los placeres y los dolores, considerados en sí mismos. Tener esta diferencia en mente puede hacer que la amenaza de una agregación inaceptable sea menos preocupante.

El desplazamiento que se produce cuando, en lugar de comparar varias cantidades de una cantidad subyacente, como el placer, comparamos diferentes razones, tiene, sin embargo, un coste. Los juicios sobre el carácter razonable o no del rechazo de un principio parecen más claros cuando se basan en una comparación de las ganancias y pérdidas de los individuos que se verían afectados de diferentes maneras por ese principio. Es menos evidente saber cómo proceder para determinar si el hecho de que una persona resulte afectada de alguna manera hace razonable su rechazo de un principio en una situación en la que muchas otras personas tienen diferentes razones para insistir en prohibiciones morales que abarcan tal principio. Pero tal vez esta mayor complejidad sea un precio que hay que pagar, por ejemplo, para explicar la diferencia entre situaciones en las cuales los beneficios y las cargas de diferentes individuos “se suman”, moralmente hablando, y situaciones en las que no es así.

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Véronique Munoz-Dardé ¿En qué está trabajando actualmente?

Tim Scanlon – Según el contractualismo, para comprender las ideas morales familiares, como los derechos y otros principios de lo justo o de lo injusto, debemos identificar los intereses que tienen como función proteger y el coste que supondría esta protección mediante la adopción de normas de conducta específicas. Esta estrategia general es antigua y nos resulta familiar desde los escritos de J. S. Mill sobre derechos19. Es adoptada, no sólo por el contractualismo, sino también por el consecuencialismo normativo contemporáneo, para el cual una acción es injusta si está prohibida por un principio cuyo respeto general tendría las consecuencias más idóneas20. La diferencia entre el contractualismo y las diversas formas de consecuencialismo radica en lo que hace importante, para ambas teorías, a los “intereses” frente a los cuales se evalúa la justificabilidad de las normas de conducta. Según el consecuencialismo de la regla, lo que importa es el valor positivo o negativo que se atribuye al hecho de que los individuos se vean afectados de tal o cual manera. Para el contractualismo, en cambio, lo que importa son las razones que estos individuos tienen para querer u oponerse a que se les permita tratarse unos a otros de diversas maneras. Es en especial al nivel de esta diferencia que podemos apreciar en qué medida la idea de justificabilidad frente a las personas afectadas da forma a los análisis contractualistas del contenido de la moral. Lo que exige la moral, en una lectura contractualista, no es sólo que la forma en que tratamos a los demás se justifique de una manera u otra, es también que se justifique de alguna manera que tome en cuenta y responda a sus razones para oponerse a estas formas de tratamiento, así como a las razones del mismo tipo de otros a los que esto concierna.

Encuentro que esta estrategia analítica, que consiste en explicar ideas morales familiares a partir de las razones subyacentes que las hacen importantes, es extremadamente fructífera. Recientemente, después de haber estudiado de nuevo el atractivo del contractualismo y las cuestiones relativas al contractualismo que mencioné anteriormente, he retomado el proyecto de examinar desde este ángulo las cuestiones relativas a los derechos, la libertad de expresión y la tolerancia.

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1

Nelson Goodman, W. V. Quine, “Steps Toward a Constructive Nominalism”, Journal of Symbolic Logic, vol. 12, 1947, pp. 105-122.

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2

En el capítulo 2 de Being Realistic about Reasons (Oxford: Oxford University Press, 2014), volví a examinar estas cuestiones de ontología para responder a las objeciones contra la idea de que hay hechos relativos a lo que tenemos razones para hacer.

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3

N. del T.: Este modelo de evaluación se basa en un código de honor que el estudiante se compromete a respetar y por el cual los exámenes le pueden ser entregados para realizar en casa.

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4

I. M. D. Little, A Critique of Welfare Economics, Oxford: Clarendon Press, 1950; Robert Duncan Luce, Howard Raiffa, Games and Decision. Introduction and Critical Survey, Hoboken: John Wiley and Sons, 1957; R. B. Braithwaite, The Theory of Games as a Tool for the Moral Philosopher, Cambridge: Cambridge University Press, 1955.

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5

T. M. Scanlon, “Preference and urgency”, Journal of Philosophy, vol. 72, n. 19, 1975, pp. 655-669.

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6

Immanuel Kant, The Moral Law. Groundwork of the Metaphysics of Morals, traducido y presentado por H. J. Paton, Londres: Hutchinson, 1948.

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7

Stephen C. Kleene, Introduction to Metamathematics, Amsterdam: North-Holland Publishing Co./Groningen, P. Noordhoff, 1952.

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8

Abordo esta cuestión en “How I am not a Kantian”, en Derek Parfit, On What Matters, vol. 2, Oxford: Oxford University Press, 2011, pp. 116-139.

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9

Abordo esta cuestión en el capítulo 3 de T. M. Scanlon, Moral Dimensions. Permissibility, Meaning, Blame, Cambridge: Harvard University Press, 2008.

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10

T. M. Scanlon, What We Owe to Each Other, Cambridge (Mass.): Belknap Press of the Harvard University Press, 1998, p. 6.

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11

T. M. Scanlon, “Contractualismo y Utilitarismo”, Estudios Públicos, vol. 101, 2006, pp. 283-314 [En línea]. URL: https://biblat.unam.mx/pt/revista/estudios-publicos-santiago/articulo/contractualismo-y-utilitarismo

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12

Bernard Williams, “Internal and External Reasons”, en Id., Moral Luck. Philosophical Papers, Cambridge: Cambridge University Press, 1981, capítulo 8, pp. 101-113.

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13

T. M. Scanlon, Why Does Inequality Matter?, Oxford: Oxford University Press, 2018.

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14

Abordo estos problemas en T. M. Scanlon, “Contractualism and Justification”, en M. Frauchiger, M. Stepanians (editores), Themes from Scanlon [título provisional], Berlín: De Gruyter, de próxima publicación.

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15

Consultar T. M. Scanlon, “Contractualismo y Utilitarismo”, Estudios Públicos, vol. 101, 2006, pp. 283-314 [En línea]. URL: https://biblat.unam.mx/pt/revista/estudios-publicos-santiago/articulo/contractualismo-y-utilitarismo

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16

Ver, a este respecto, mi ejemplo de la sala de teletransmisión en What We Owe to Each Other (Cambridge: Belknap Press of the Harvard University Press, 1998, p. 235).

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17

Ver Derek Parfit, On What Matters, vol. 2, Oxford: Oxford University Press, 2011, pp. 4-5; 196-212.

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18

Examino esta posibilidad en “Contractualism and Justification”, en M. Frauchiger, M. Stepanians (editores), Themes from Scanlon [título provisional], Berlín: De Gruyter, de próxima publicación.

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19

Ver J. S. Mill, El utilitarismo, capítulo 5 “Sobre las conexiones entre justicia y utilidad”.

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20

Es una exposición sucinta de la teoría, de la que existen diversas versiones. Para una introducción más completa, ver Brad Hooker, “Rule Consequentialism”, en The Stanford Encyclopedia of Philosophy.

Publicaciones de Tim Scanlon

 

What We Owe to Each Other, Cambridge, Belknap Press of the Harvard University Press, 1998.

 

Moral Dimensions. Permissibility, Meaning, Blame, Cambridge, Harvard University Press, 2008.

 

Being Realistic about Reasons, Oxford, Oxford University Press, 2014.

 

Why Does Inequality Matter?, Oxford, Oxford University Press, 2018.

Artículos citados durante la entrevista

 

“Contractualism and Utilitarianism”, in Amartya Sen, Bernard Williams (eds), Utilitarianism and Beyond, Cambridge, Cambridge University Press, 1982, p. 103-28 (reprinted in T. M. Scanlon, The Difficulty of Tolerance. Essays in Political Philosophy, Cambridge, Cambridge University Press, 2003, p. 124-150).

 

“Preference and Urgency”, The Journal of Philosophy, vol. 72, 1975, p. 655-669 (reprinted in T. M. Scanlon, The Difficulty of Tolerance. Essays in Political Philosophy, Cambridge, Cambridge University Press, 2003, p. 70-83).

 

“How I am not a Kantian”, in Derek Parfit, On What Matters, vol. 2, Oxford, Oxford University Press, 2011, p. 116-139.

 

“Contractualism and Justification,” in M. Frauchiger, M. Stepanians (eds.), Themes from Scanlon [tentative title], Berlin, De Gruyter (forthcoming).

Otras referencias citadas

 

R. B. Braithwaite, The Theory of Games as a Tool for the Moral Philosopher, Cambridge, Cambridge University Press, 1955.

 

Robert Duncan Luce, Howard Raiffa, Games and Decision. Introduction and Critical Survey, Hoboken, John Wiley and Sons, 1957.

 

Nelson Goodman, W. V. Quine, “Steps Toward a Constructive Nominalism”, Journal of Symbolic Logic, vol. 12, 1947, p. 105-122.

 

Brad Hooker, “Rule Consequentialism”, in The Stanford Encyclopedia of Philosophy.

 

Emmanuel Kant, The Moral Law. Groundwork of the Metaphysics of Morals, translated and analysed by H. J. Paton, London, Hutchinson, 1948.

 

Stephen C. Kleene, Introduction to Metamathematics, Amsterdam, North-Holland Publishing Co., and Groningen, P. Noordhoff, 1952.

 

M. D. Little, A Critique of Welfare Economics, Oxford, Clarendon Press, 1950.

 

John Stuart Mill, Utilitarianism, Cambridge, Cambridge University Press, 2015.

 

Derek Parfit, On What Matters, vol. 2, Oxford, Oxford University Press, 2011.

 

Bernard Williams, “Internal and External Reasons”, in Id., Moral Luck. Philosophical Papers, Cambridge, Cambridge University Press, 1981, chapter 8, p. 101-113.