Sentarse en las dos orillas y sentir el río que pasa. Democratizar la democracia a través del conocimiento histórico
De brazos cruzados. © Oiluj Samall Zeid, CC BY-NC-ND 2.0 DEED

De brazos cruzados.

Salir del armario

Hay que pararse a pensar si la democracia, entendida de manera radical, es un concepto que compagina bien con la disciplina académica de la historia1. A fin de cuentas, la disciplina tiende a establecer fronteras, a excluir a quienes no siguen sus métodos de verificación, a quienes no son incorporados como representantes de un quehacer que se mira al espejo donde el intruso queda desdibujado. La democracia, tras la borradura de la mirada despectiva que la equiparaba a la idea de desgobierno del pueblo, debería dirigirse en sentido contrario: abrirse, diversificarse, propasarse, desmedirse, salirse, en fin, de los límites establecidos, incluso los que fijan las instituciones. La democracia se envalentona en los espacios que quedan al margen del entorno institucional. Hay en la democracia excesos, pero en la dirección opuesta a lo que la historia profesional fija: si la primera se despliega hacia la explosión, la segunda busca la implosión; algo así como un Big Bang frente a un Big Crunch. Por ello la memoria, mejor dicho, las memorias, son más afines a la democracia: no son completamente controlables por un relato histórico que, por cientificista, se reclama como un vórtice que, con el tiempo, debería hacer converger toda la actividad de profesional hacia la Verdad (con mayúscula, tal cual) del pasado. Representamos el pasado dándole sentidos múltiples, sin acabar de cerrar una hegemónica o una única memoria. Ni los Estados ni las organizaciones ni los movimientos sociales tienen la última palabra sobre el pretérito. Y tampoco lo disfruta la historia académica ni los Estados totalitarios. Y es que, sin conflicto, sencillamente no hay sociedad.

Paradójicamente, cuanto mayor aceptación entre las elites adquiría el concepto democracia más protocolaria, más vertical y representativa tornaban sus costuras. Era y es la forma que aquellas tienen de protegerse contra formatos democráticos más populares y, en este sentido, es una lógica que se asemeja a la del encumbramiento de las disciplinas como únicos saberes legítimos. La democracia se volvía esclerótica y el conocimiento histórico se profesionalizaba, arrebatando el “poder contar” a los viejos narradores del pasado. Todo para el pueblo, pero sin el pueblo. Ahora bien, mi pretensión en este texto es también contraponer la profesionalización de los saberes sociales, por un lado, y una idea –quizá utópica– más horizontal de democracia. Cierto es: el discurso científico ha sido crucial en el asentamiento de las actuales democracias tanto de corte liberal como popular; más allá de la superstición o la creencia religiosa, la ciencia ha imbuido de supuestas verdades sobre la racionalidad instrumental sin la cual la democracia moderna sería simplemente impensable: nuestras elecciones políticas se rigen por elecciones vinculadas al cálculo de costes contra beneficios. Pero también nos ha tendido trampas y las más de las veces lo ha hecho a partir del menosprecio de otros saberes que, por quedar fuera de sus métodos, no transitaban hacia el asunto grave de la verdad. Por ejemplo, la noción de que hay otras racionalidades, como la racionalidad procedimental y la expresiva, incluso más relevantes que la instrumental a la hora de poner en funcionamiento la democracia. Es más, la democracia, junto con la modernidad, ha sido crucial en la construcción de una legitimidad que parece ineludible: el “poder contar”, ese poder que aportan los relatos que dan sentido a personas, a comunidades, solo parece posible si se afinca en el mundo académico, como si el conocimiento experiencial fuera solo una rémora maliciosa del pasado. Pura opinión frente a conocimiento. La modernidad nació como una forma de colonialismo dirigido contra la barbarie, entendía esta como masa popular apasionada y desordenada2. Había que redefinir los fines últimos de la comunidad y estos fines –el progreso definitivo, la idea de individuo, de nación, de ciudadano, de clase y un largo etcétera– solo se lograban con la derrota de los relatos subalternos, depósitos de narraciones contrarias al conocimiento enarbolado por la disciplina.

No voy a negar el cientificismo y sus logros, pero quiero abundar aquí sobre sus límites para el reconocimiento de lo ajeno, de la diversidad respecto al relato del sí mismo. Normaliza lo extraño cuando éste amenaza lo propio. No es más que otra forma de colonialismo de conciencias y saberes. Sus ardides nos embelesan, pero también producen extrañamiento en quienes comienzan a pensar estas dos décadas del siglo XXI como un espacio que ya no se puede dar por descontado según las experiencias y expectativas que nos fueron comunes. Ontológica y epistemológicamente el mundo ya no es aquel universo dominado por la aventura utópica de la modernidad; esta ha perdido en encanto y posibilismo mientras el realismo o el relativismo anidan, seduciéndonos. Con todo, hay formas no hegemónicas de abordar el pasado, ya sea desde la memoria ya desde la historia, que parecen recordarnos que los ciudadanos no solo son meros objetos a los que contar, sino también y, sobre todo, son sujetos que cuentan… historias. Eso es, desde mi punto de vista, historia pública. Y en su quehacer se demuestra que la democracia puede funcionar desde otros principios, más participativos. Esta es la materia de este texto. Enfrentaré este asunto de la democratización del conocimiento del pasado a través de la historia pública con la ayuda de tres citas procedentes de cinco de sus mejores representantes internacionales. Son tres citas emblemáticas para afrontar la tensión entre tutela académica y corresponsabilidad entre el profesional de la historia y el ciudadano historiador, reconociendo que esta división binaria entre ambos actores es solo expositiva. Son tres citas que indirectamente abordan la tirantez entre democracia y academia; tres citas que acometen las consecuencias de esa salida del armario que ha supuesto la historia pública, entendida como un llamamiento a no permanecer ensimismada tras los muros de los templos académicos. Aparecerán a lo largo de este texto, y nos servirán de excusa para una reflexión no siempre sosegada, debido a la amenaza en la que colocan al mundo académico.

La primera de estas citas procede de un historiador pionero en la reflexión sobre la historia pública: Robert Kelley. En 1978, este profesor norteamericano de la University of California-Los Ángeles sostenía que la historia pública era “el trabajo de los historiadores y del método histórico fuera de la academia”3. Con esta sencilla frase el historiador Kelly estaba asumiendo que, en cierto sentido, la sociedad civil había desafiado a los expertos en el conocimiento del pasado, obligándolos no solo a escapar de la zona de confort en la que la academia solía operar, sino también a colocarse con todo su bagaje científico –sustentado en su método– en territorios donde dominan lenguajes y dispositivos que no eran propios.

Contemplado desde el otro lado del binomio, academia-sociedad civil, el planteamiento suponía un desplazamiento sin abandono de una comunidad de origen, la comunidad bien disciplinada de los historiadores profesionales. Ni había razones de peso para dejar dicha comunidad ni había nada relevante que incorporar a la estructura de reconocimiento del experto. El historiador se volcaba en un encuentro con el otro –el ciudadano– sin que este cruce implicara nada más que la apertura del relato experto a un mayor número de potenciales receptores. El afuera no implicaba perder la auto-referencialidad del conocimiento profesional: el yo especialista permanecía impasible ante portadores de memorias (y objetos) que tenían algo que marcar, pero solo como portadores de un pasado que, en el mejor de los casos, era procesado por el experto tras configurarlo como parte de un archivo protegido de las injerencias extra-profesionales. Es la interpretación de la historia pública que mantiene su hegemonía entre los historiadores de profesión y que casi todos ellos han ejercitado en algún punto a lo largo de sus carreras académicas.

Siguiendo con la parte social del binomio, la cuestión crucial es que en estas dos primeras dos décadas del siglo XXI hemos experimentado varios acontecimientos que han obligado a los ciudadanos a pensar históricamente, esto es, a no dar por descontadas las experiencias sufridas y a la desconexión entre las nuevas experiencias, por un lado, y las expectativas que habitualmente tenían, por el otro. Por su parte, se han modificado las concepciones de la democracia, en todos los sentidos, debido sobre todo a una creciente crisis de los sistemas de representación. Se ha asentado en la sociedad ese rasgo “liquido” del que hablaba una y otra vez el sociólogo polaco Zygmunt Bauman (1925-2017) y que supone la devaluación epistémica de los viejos centros de enunciación, ya sean estos los de la Verdad, la Ética o la Estética4. El pluralismo de las instituciones y organizaciones que se disputan la verdad coloca a muchos individuos y colectivos ante una nueva oleada de escepticismo –más que de relativismo, que supondría la existencia de una Verdad a partir de la cual las verdades parciales se colocan– que recuerda a la época de Pirrón o de Montaigne, como si se estuvieran actualizando alguno de esos momentos de desengaño que, paradójicamente, desatan oleadas confusas de fundamentalismo en un intento desesperado de acomodarnos a la tierra firme, lejos de los lodos que habitan en otras latitudes5.

La gran contradicción entre las disciplinas académicas y la ciencia histórica, por un lado, y la democracia, por el otro, aparece cuando pensamos en esta última como democracia horizontal, como democracia popular que fue ganando su legitimidad a partir de las dos guerras mundiales. Una contradicción cuyas aristas solo se pulen cuando se esgrime una interpretación vertical de dicho concepto. En la misma forma que operan las democracias representativas –arrebatando poder–, las ciencias serían los espacios neutros que contribuyen a prevenir “el temor a la racionalidad y a la falta de preocupación por el bien común del bajo pueblo, y el temor a los tumultos y al desorden”6. Es como si la apropiación de ese “poder contar” –ese poder que se encierra en el relato histórico y a partir del cual se generan identidades personales o colectivas–, por parte de academias y universidades fuera el mecanismo crucial para evitar los excesos de opinión con los que se califican los relatos procedentes de los ciudadanos y los debates que estos abren en la sociedad civil.

A medida que la democracia se instituía –en el sentido de gobierno del pueblo–, la práctica popular terminaba limitada a través de dos mecanismos: en primer lugar, el mecanismo representativo por parte de las elites; y, en segundo lugar, la producción de un conocimiento histórico que se arrebataba a los distintos grupos sociales bajo el amparo de un cientificismo que se esgrimía neutral y ajeno a veleidades populistas. Los colectivos que quedan fuera de las fronteras académicas eran, si acaso, incorporados y enunciados en los relatos representados por los profesionales tal y como operaban las democracias representativas. Y de la misma forma, sus memorias eran convertidas en archivos, si bien para el uso exclusivo del experto, única figura que gozaba de la supuesta imparcialidad para representar fielmente la verdad.

En nuestros días de crisis y reconfiguración democrática deberíamos pensar si el “poder contar” debe estar todavía presidido por la imagen vertical de la representación, donde solo los representantes –léase historiadores– deliberan y gobiernan ese poder; o si decidimos que este poder sea ordenado a través de un principio horizontal según el cual los ciudadanos deliberan sobre asuntos públicos, ya sean los relativos al presente y al futuro, pero también los relacionados con el pasado. En suma, y como veremos más adelante, lo que tendríamos que considerar es si ese poder puede ser comprendido como una “libertad” o un “derecho”, entre otros.

La segunda cita, elaborada por un defensor más reciente de la historia pública –y más crítico–, abre a estas consideraciones. Se trata de Robert R. Archibald, historiador norteamericano y antiguo presidente de la Asociación Americana de Historia Estatal y Local (AALSIJ): “Los historiadores públicos no poseen la historia. La poseen aquellos cuyo pasado se describe en la narrativa porque esa historia, sus propias versiones residen en sus memorias y establecen sus identidades. Si la implicación pública no es integral al proceso de historia pública, no tiene sentido ninguna conclusión”7. Hay en estas palabras una crítica a la representación de la historia pública como un mero acto de extroversión del profesional en el ámbito de la sociedad civil, como proceso de tutela que concibe lo público como territorio de conquista, como espacio habitado por sujetos que reciben atención en cuanto a actores sociales, en cuanto a sujetos pasivos de una divulgación que previamente ha sido digerida por los profesionales de la historia, en cuanto a portadores de memorias que solo serán visibles si forman parte del archivo experto. Hay en esta frase de Archibald una invitación a disminuir el sesgo tutelar que es habitual entre los historiadores y una defensa sin ambages de la responsabilidad de cada ciudadano o cada colectivo en relación con sus propios relatos. Es más, se asume la idea de que, sin el contexto público, no cabe hacer juicio alguno al desafío que esta “salida del armario” ofrece al historiador.

El tercer texto que despierta la reflexión del experto respecto a la responsabilidad compartida con la sociedad civil procede de la británica historiadora cultural y pública Hilda Kean quien, a su vez, lo fundamenta en dos de los pensadores que más han incidido en la historia pública: Paul Aston y Paula Hamilton, profesores de la University of Technology Sydney. La cita dice así: “Paul Ashton y Paula Hamilton han sugerido que, metafóricamente, la historia en el sentido más amplio podría pensarse como una casa con muchas habitaciones ocupadas por gente como directores de películas históricas, historiadores comunitarios o practicantes de museos, algunos de los cuales ocupan más de una habitación al tiempo que otros muchos hacen visitas ocasionales a otras partes de la casa. La casa, evidentemente, tendría que ser muy amplia para atender a toda la gama de actividad histórica presente de la cual la historia pública… es una parte vital”8. No hay duda de que la noción de apertura es aquí incuestionable: la historia o es pública o no lo es, pero en el sentido de que es una actividad compartida por expertos y ciudadanos sin que los segundos sean meros actores que crean hechos o simples receptores pasivos de la narrativa construida por los profesionales. También son autores, autores del presente que piensan, producen y debaten sobre el pretérito.

En este sentido fuerte de la historia pública, lo que se está proponiendo ya no es solo el poder de la historia como dispositivo generador de identidades personales y colectivas, sino también el derecho extenso de quien posee ese tipo de capacidad fundamental para las sociedades sustentadas en el tiempo histórico, las del tiempo del acontecimiento, las de la diferencia entre experiencias pasadas y expectativas futuras, si atendemos a la distinción planteada por el filósofo e historiador alemán Reinhart Koselleck (1923-2006)9. Ya no se trata de traspasar las fronteras de la comunidad profesional con el fin de divulgar conocimiento o recabar archivos para la construcción de aquel; el objetivo no consiste en escapar al exterior con la creencia de que se puede evitar la contaminación de la opinión, de los compromisos comunitarios que a todos nos afectan. Lidia, más bien, con la posibilidad de compartir ese poder con los ciudadanos en un activismo que subraya la corresponsabilidad. Es más, si tensionamos algo más la metáfora de los tres autores implicados en la cita precedente, la propuesta no solo consiste en que la “casa” sea grande; radica además en que en la construcción de la casa hayan participado también los ciudadanos.

Libertad y derecho para poder contar

Compatir el “poder contar” implica no solo participar en el conocimiento, sino también determinar los derechos de cada uno para hacer que esa participación sea efectiva. Y este es un asunto crucial en las democracias si consideramos que, en principio, son formas políticas que deben garantizar tanto derechos como libertades. Si nos dejamos llevar por la distinción entre distintos tipos de libertades es fácil establecer esta conexión entre garantías democráticas y apertura legítima del “poder contar”. La libertad liberal es crucial en la elaboración del pasado frente a poderes externos a los individuos: sabemos que el relato histórico ha sido una de las herramientas más empleadas por los Estados para conformar súbditos o ciudadanos conformes a determinadas ideas de lo que es el reino o la nación. Es más, la disciplina ha formado parte, en este mismo sentido, de los relatos históricos producidos por corporaciones, el mercado o la Iglesia. España es un ejemplo manifiesto de este dominio institucional sobre el pasado. La historia, como relato identificador, está también afectada por la libertad democrática, esto es, la libertad de los ciudadanos para participar en los espacios públicos y deliberar sobre cuestiones que les afectan, ya sean estas del pasado, presente o del futuro. Y, por último, la implicación de los ciudadanos en el conocimiento del pretérito también está repercutida por la libertad republicana, esa “la libertad colectiva del pueblo frente a los poderes que obstaculizan su realización”. Nos estamos refiriendo a la libertad de los colectivos para construir sus identidades a partir de sus propias memorias, a menudo en abierta contradicción con las que proceden de las instituciones. Se trata de una libertad que afecta a la res publica por cuanto solo en esta comunidad de sujetos que piensan históricamente estos son libres10.

La garantía de estas tres formas de libertad es crucial en la construcción de una democracia que respete a sus ciudadanos, porque estas libertades se erigen contra la prepotencia de los Estados para imponer su “poder contar” y sus versiones sobre el pasado. En otras ocasiones, deben ser los Estados los que defiendan dichas libertades contra los relatos que proceden desde el exterior a la comunidad republicana. No es un equilibro fácil, pero hay que pensar en qué sentidos los relatos que se construyen desde las instituciones en nombre de la res pública alientan la democracia, ya no solo porque propongan y garanticen una pedagogía que se focalice en los orígenes democráticos de una determinada sociedad, sino también porque pretendan democratizar la reflexión en torno al pasado, permitiendo distintos relatos y debates incluso de quienes solo son ciudadanos. El concepto memoria democrática debería ir en estos dos sentidos formalmente contradictorios: raíces democráticas y relatos plurales incluso sobre esa misma democracia. Eso es hacer historia pública en el sentido más profundo del término. Arriesgado, pero en eso consiste la democracia. Esta confrontación no es algo que dependa de las intenciones de un Estado porque, como sabemos, el “poder contar” no ha sido apropiado en términos absolutos por las instituciones del conocimiento legítimo (universidades, museos, academias…) y se conserva en el seno de familias y comunidades locales con capacidad y deseos de relatar. O porque aquellas instituciones, en principio legítimas, hayan sido descreídas como baluartes de fundamentos supuestamente ahistóricos y neutros en los criterios de validación de la verdad. Si el lenguaje se historiza y es responsable de nuestros métodos e interpretaciones sobre el pasado, entonces, los centros de enunciación son tan temporales como el fluir del agua entre los dedos.

Y para afinar más el argumento, no está de más considerar el asunto del “poder contar” desde la perspectiva de los derechos. Parece evidente que ese poder debe estar alojado en el experto profesional. Se entiende que es él quien –a través de un método científico y un lenguaje neutral– se irá acercando a la verdad hasta que esta sea definitiva. Es cuestión de tiempo, se nos dice. Cuántos libros habremos leído en los que se aduce que el relato que los vertebra contiene un enunciado sobre una verdad finalmente irrevocable. O esos otros textos con la afirmación concluyente “Para que el pasado no se repita”. Sin embargo, ambas aserciones son contrarias a todo principio de temporalidad: no hay verdad que se sostenga firmemente en el discurrir del tiempo, como tampoco hay acontecimientos que se repitan, por mucho que existan analogías entre unos y otros. Ahora bien, la primera afirmación además se asienta en un principio muy poco pluralista: si hubiera una verdad del pasado, la historia se detendría, habría un único relato que a todos construyera y a todos indicara el camino. No habría conflicto y, por el otro lado de la perspectiva, el pasado se habría detenido y la historia carecería de referente. Este es un principio que atañe a las ciencias sociales, interpretativas, pero también a las ciencias naturales, más experimentales. En ambos casos, la cultura del observador lo convierte también en participante ya no solo del acontecimiento interpretado, sino también del hecho experimentado. Ni más ni menos. Ni siquiera es resultado de una reflexión. Es más constatación de la propia práctica de lectura.

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En las sociedades democráticas nos escandaliza la corrupción y asumimos el dictum de que no hay derecho a situaciones injustas. Por eso reclamamos que haya derechos específicos cuyo destino es corregir dichas situaciones. Y aquí entra, de manera clamorosa, el derecho a la verdad del pasado. Entendemos que no hay justicia –ni democracia– si no hay verdad en relación con el pasado o el presente. Esta es una clara herencia de los principios inherentes al poder judicial: la verdad queda proclamada cuando se pronuncia en una sentencia que reclama la verdad de lo acontecido y la responsabilidad de los intervinientes en los hechos. Pero el poder judicial suele ser sensible a la idea de que su lenguaje es, sobre todo, una hermenéutica que tiene un tiempo y un espacio, y que los jueces son intérpretes del hecho juzgado. Su verdad es ónticamente débil sin que lo sea epistémicamente, si se considera que ese lenguaje está asentado en términos culturales. Paradójicamente, la historia pretende hacer aseveraciones fuertes en términos ónticos, busca escapar de las condiciones culturales del científico a través de procedimientos de verificación que sean, en principio, ahistóricos.

Llama la atención. Ahora bien, la cuestión crucial es si realmente asumimos que la actividad de “pensar históricamente” es un derecho democrático que declaramos para evitar las injusticias en sus sociedades y en su verdad (mejor dicho, veracidad) y con ello legitimamos ese poder que, por otra su parte, guardan con enorme celo distintas subjetividades personales e identidades colectivas de nuestros entornos. Si nos atenemos a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada en París el 10 de octubre de 1948, ya en su Preámbulo sostiene que los seres humanos deben “disfrutar de la libertad de palabra y de la libertad de creencias”. Es más, su artículo 27 declara que “Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten”. Por último, el punto 2 de dicho artículo sostiene que “Toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora”11.

O restringimos a la academia el derecho a construir legítimamente pasado, alegando que solo esta posee el método científico de aproximación a la verdad, o consideramos que la veracidad del pasado no se construye solo a través de dicho método y se edifica asimismo combinando otras experticias, mezclando interpretaciones diversas, sedimentando otros saberes y otros lenguajes. La Declaración Universal no remite solo al conocimiento científico, sino también a las artes o la literatura y, a este respecto, hay que hacer tres aclaraciones. En primer lugar, que parte del conocimiento histórico procedente de la sociedad civil contempla el método científico como mecanismo crucial de verificación de sus enunciados, lo que presupone que su saber cumple algunas de las pautas del conocimiento profesionalizado. En segundo lugar, la historia, como sostendrían historiadores más posmodernos como Hayden White o ciertamente ambiguos con respecto al pensamiento post-estructural como Ivan Jablonka, es una literatura porque construye sus enunciados ya no solo con los hechos convertidos en datos, lo que evita que la disciplina se convierta en “ficción, fábula, delirio, falsificación”, sino, y principalmente, a través de los propios relatos o narrativas que articulan su significación12. Si no solo cuentan los hechos, sino también las interpretaciones, las narrativas del historiador ciudadano –en sus distintos dispositivos– están legitimadas como derecho y libertad que pueden concurrir con las de los expertos, aunque a estos les corresponda una mayor responsabilidad en las interpretaciones así sedimentadas.

Y en tercer lugar, podemos compartir con el historiador británico Keith Kenkins que la “historia es un discurso cambiante y problemático… producido por un grupo de trabajadores con mentalidad actual … que están… posicionados y cuyos productos… están sujetos a una serie de usos y abusos que lógicamente son infinitos, aunque… se corresponden con las bases del poder que existen en un momento dado y que estructuran y distribuyen los significados de la historia a partir de un espectro que se despliega desde los dominantes hasta los dominados”13. La historia profesional es, en este sentido, una comunidad humana que, además de contar con métodos y teorías diversas que crean competencia entre distintas escuelas, está impregnada de fundamentos sociales y laborales que afectan al propio conocimiento académico. Todos los estudios culturales sobre la ciencia, desde Thomas Kuhn (1922-1996) a Paul Feyerabend (1924-1994), versaron sobre esta ineludible condición de lo humano. Que lo creamos o no es cosa de cada uno. Solo eso. No es poco.

Pensar históricamente: una actividad compartida

Contar la vida de los otros, como diría la escritora nigeriana Chimamanda Adichie, implica un poder que puede servir para dignificar, pero también para despreciar las identidades de quienes son considerados subalternos, bárbaros, inferiores o simplemente monstruos14. Es un poder demasiado importante para dejarlo en las manos exclusivas de unos pocos especialistas. No estoy hablando del saber de médicos-doctores enfrentados a curanderos, aunque también es verdad que el conocimiento y el tratamiento cada vez más holístico del quehacer de médicos y enfermeras dialogan con otros saberes extra-científicos. A lo que me refiero es a un saber hermenéutico que, precisamente por ello, no puede limitarse al conocimiento experto. Se abre constantemente al flujo imparable de interpretaciones plausibles, derivadas de los interminables cambios lingüísticos que nos conforman. Y es un saber social crucial y absolutamente cargado de responsabilidades. Es un poder que también está en manos de ciudadanos que intervienen en el proceso de producción y distribución de memorias, reflexiones, piezas, o en la creación de dispositivos que van desde el museo a la literatura, pasando por los videojuegos, la actividad artística, las performances, el documental o el cine histórico. Hay un enorme caldo de cultivo en las sociedades actuales que se encarna en quienes tienen una elevada actividad colaborativa en la construcción de conocimiento histórico. Su actividad es el desafío que obliga a los profesionales a salir de sus medios académicos, que les compele a entender otros vocabularios, que les impele a entrar en debates que, en numerosos casos, no proceden de la propia academia y que tienen que ver con nuestra relación con el mundo que habitamos, con el presente desde el cual discutimos o sobre el futuro que buscamos.

Si aceptamos coparticipar con ellos –y no aparte de ellos– en la actividad del saber histórico, si asumimos que nuestra labor no tiene porqué limitarse a la tutela, entonces, creo, la génesis del conocimiento tendrá más posibilidades de buscar soluciones –temporales, cierto– a nuestro presente. Porque uno de los objetivos de la historia pública es trabajar colectivamente en problemas relacionados con la actualidad: tensiones identitarias, disputas por los derechos, etc. Y el presente es resultado de un ayer y, a la contra, es un hoy que ya no tiene que ver con el pretérito. Somos los que fuimos, pero también lo que ya no podemos ser. Esa es nuestra paradoja, la contradicción del tiempo histórico. Es su belleza, pero también la fuente de nuestras conjeturas y presunciones sobre lo que fuimos, somos y seremos. En todo caso, ¿hay algún ángulo desde el cual se distinga el saber del profesional de la historia y el conocimiento producido por el ciudadano en la sociedad civil? Si se trata de una labor de corresponsabilidad, ¿qué responsabilidad le toca al historiador profesional, sabiendo ya que el ciudadano emplea a menudo el método histórico, especialmente cuando se embarca en la producción de dispositivos?

Antes de abordar la pregunta, hagamos algunas aclaraciones en torno a las diferencias entre memoria e historia. Lo que se aloja generalmente entre los ciudadanos es un fenómeno relacionado con la representación del pasado que denominamos memoria. Este fenómeno consiste en la irrupción del pasado en el presente, un fenómeno no directamente vinculado a una actividad racional-reflexiva, más relacionada con la historia. Proviene de acontecimientos –generalmente traumáticos, pero no solo– que dejan improntas en el portador de la memoria, un portavoz que a veces se constituye como colectivo y que es capaz incluso de proyectar ese acontecer en el recuerdo de sus descendientes, como si estos últimos lo hubieran vivido, en eso que denominamos, desde que lo acuñara la profesora de literatura comparada de la Universidad de Columbia, Marianne Hirsch (1949-), posmemoria15. Lo que los historiadores profesionales –y otros agentes sociales– hacen es intervenir en la construcción del recuerdo a través de su participación en otro fenómeno que no disfrutan en exclusividad: la convocatoria del pasado desde el presente. Recordamos lo que nos ha ocurrido, pero también los recuerdos elaborados por otros y que se incorporan –a menudo, temporalmente– en nuestra memoria personal y cultural. La legitimidad del proceso de construcción viene dada por el reconocimiento institucional que posea el profesional de la historia: se asume que la verdad de lo recordado no solo se asienta en los datos aportados, en el relato tejido o en el espacio conmemorativo, sino, sobre todo, en el reconocimiento social de la institución que lo construye. Ahora bien, este soporte institucional no garantiza el recuerdo ni su sentido original. La oleada de vulneraciones contra estatuas en el continente americano o en Europa durante la última década del siglo XXI es una clara manifestación de que los ciudadanos no siguen al pie de la letra la fijación del recuerdo que pretenden quienes lo convocan, sean individuos o instituciones16.

La memoria y la historia se diferencian además por dos características adicionales. En primer lugar, y empleando de manera flexible el concepto acuñado por Ludwig Wittgenstein (1889-1951), por su juego de lenguaje. La memoria es memoria por cuanto se alimenta de la aplicación de una serie de reglas entre las cuales es prioritaria el no requerimiento de verificadores “científicos”: su anclaje es el sentimiento. A diferencia de la historia, sus afirmaciones no exigen la presentación de pruebas por parte de quien la enuncia; su veracidad se aloja en la emoción de quien la encarna y la vocea. La memoria sin sentimiento pierde vigor, flaquea y puede desvanecerse en manos de una historia que esgrime datos, registros, archivos, verificación. Y, en segundo lugar, la memoria, frente a la tendencia hacia la hegemonía de la historia, es proclive a la dispersión, se aloja en personas, colectivos, comunidades... Es, como señalamos, más propensa a la democracia, entendida esta como participación de todos y cada uno en el recuerdo de sucesos cuya interpretación muchas veces no es coincidente. La memoria es pues un espacio donde la hegemonía del historiador es más laxa debido a estos tres factores que remiten a procesos fenoménicos, epistémicos y políticos y que impiden el cierre total en torno a una academia. Una academia que no puede controlar la tensión por el recuerdo que se desata en las luchas por la memoria de los ciudadanos y que, a menudo, se refugia en el enunciado “no discutir con quién no es un historiador profesional” que tantos réditos ha regalado a algunos de los más beligerantes controversistas de nuestra sociedad civil.

Como hemos señalado, que los ciudadanos se relacionen directamente con el pasado a través de la memoria, no los hace ajenos al trabajo histórico, en absoluto: se preguntan y se responden de muchas formas, empleando dispositivos muy diversos y entrando en debates sobre lo que ya no pueden dar por descontado. Es la actividad que hemos denominado “pensar históricamente”. La historia pública es, en este sentido, el territorio compartido entre profesionales y no profesionales del conocimiento del ayer. Entonces, y volviendo a la pregunta anterior, si los ciudadanos también son “capaces” de emplear el método histórico al que hacía alusión la cita de Robert Kelly que abría estas páginas, ¿qué distingue al especialista de la historia del ciudadano historiador? Es una pregunta pertinente si lo que deseamos es dar cierta legitimidad a una actividad que, entre otras cosas, reconocemos como profesión.

El tiempo de la profesión

En este sentido, la tarea que me resulta más crucial es, sin embargo, la menos frecuentada por el profesional: ejercitar algo así como una filosofía del tiempo. Ni la filosofía ni el tiempo, aplicado a la propia subjetividad del observador, son las principales metas del profesional de la historia. Me da la impresión de que cuando el historiador actúa lo hace como si el tiempo no fuera parte de la red de intersubjetividades que constituyen la persona, que no se compusiera una pieza clave del Dasein, de la noción de la subjetividad “arrojada” al mundo que era central de la filosofía de Martin Heidegger (1889-1976). El historiador debería ser un garante de la temporalidad de subjetividades, de ese “imperfecto que nunca se completa”, como diría Friedrich Nietzsche (1844-1900), que interpreta siempre en el tiempo; que muda, que cambia, que reconoce que sus interpretaciones y enunciados se transforman. No hay garantía alguna de que el mundo no se transforme, como tampoco la hay de que no lo haga en una dirección contingente. Si acaso, y haciéndome cargo de la paradoja, hay cierta seguridad en que el tiempo aparezca ante nosotros –los modernos– como acontecimientos cambiantes y apreciaciones diferentes. De nuevo, como el agua entre los dedos. Cambio sin una determinación que no sea, a fin de cuentas, producto y efecto de interpretaciones mudables.

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Esta temporalidad de las interpretaciones acude en ayuda de las tentaciones naturalizadoras que tienen lugar en la sociedad civil –y en las academias, por cierto–, de la marcada tendencia a la cosificación de la relación entre palabras y cosas, de la vinculación ahistórica entre interpretación y acontecimiento, de sujeto y subjetividad. Podemos no considerarlo desde la temporalidad y plantear el problema de la interpretación de forma más espacial, desde la tensión entre la comprensión de lo sucedido y la explicación de lo acontecido a las audiencias. No es lo mismo, en absoluto, y requiere ser leal a dos amos: lo comprendido del pasado y lo explicado en el presente. En todo caso, la historia pública no solo debe ser un campo abierto de interpretaciones creadas también por los ciudadanos, sino también un espacio para reflexionar sobre el cambio y el pluralismo interpretativo, de los consensos precarios, de las veracidades frente a la verdad absoluta. En caso contrario: ¿para qué discutir con quien ha alcanzado una verdad que además considera natural o sagrada? No hay democracia cuando los valores se afincan en la naturaleza de las cosas. Solo hay religión; religión cívica. Es cierto: el peligro acecha cuando no hay verdad definitiva, es uno de los soles crematorios a los que se aproxima la historia pública, como el sol de la institucionalización de la práctica. Pero es igualmente arriesgado cuando se normaliza un enunciado que pierde su origen metafórico, cuando uno se agarra a una verdad cuya fundamentación metafísica desbanca las posibilidades del adversario. El conflicto desaparece y, con él, se anula la propia historia.

En segundo lugar, el profesional de la historia debería contribuir al pensamiento histórico difundiendo entre los ciudadanos una metodología de análisis para la verificación de hechos, no para la verificación de su significado, siempre abierto a interpretaciones diferentes. No se trata tanto de ir con el método a testar las narrativas que tienen lugar en la sociedad civil para dictaminar la verdad de las mismas. Es más, hay que mostrar que, frente a lo planteado en su día por el historiador alemán Leopold von Ranke (1795-1886), el método no es único. Hay tantos como escuelas historiográficas y esto supone abrirse también aquí al pluralismo y a la temporalidad. Pero en todo caso, hay que difundir algún método entre los ciudadanos para dotarlos de herramientas con los que interpretar sus propias experiencias sobre el pasado o los relatos que son difundidos con ánimo hegemónico por las elites que pretenden representarlos. No se trata, como hemos señalado, de comprobar relatos, sino de verificar acontecimientos que luego tendrán que ser interpretados por sus enunciadores, ciudadanos o no. Es una tarea crucial que implica además el conocimiento de los debates y los lenguajes que recorren nuestras ciudadanías.

Además, el historiador debería fijar mecanismos para establecer comparaciones entre memorias e historias distintas, comparaciones no encaminadas a convertirlo en juez primero y último de aquellas, sino dirigidas a abrir las posibilidades empáticas entre quienes las esgrimen como interpretaciones de hechos idénticos, pero de relatos disímiles. Es una forma de entrar en la temporalización de dichas interpretaciones e incidir en la imposibilidad de reducirlas a una única versión, aunque esta versión sea precaria. Y es, además, una manera de adquirir distanciamiento frente a la versión propia que quedaría así desnaturalizada.

Y entramos así en la lógica más compleja en la que puede operar el historiador con el ciudadano: centrar los debates en torno a valores que consideramos cruciales en la gestión de nuestras democracias, si es que pretendemos revalorizarlas tras la caída de los centros de enunciación tradicionales. Si la historia pública se dirige a poner el conocimiento histórico al servicio de las necesidades actuales, entonces deberíamos considerar aquellas virtudes que están en disputa en un contexto determinado. Para combatir la entrada en crisis de la democracia tras ser ensalzada como el mejor de los sistemas de gobierno, el historiador debería apostar por acentuar no solo las posturas que aludan a nuestra memoria democrática, sino a incrementar, paradójicamente, la discusión entre las versiones diferentes de ese pasado democrático, repleto de contradicciones, de zonas grises sobre la continuidad y el cambio. Si la democracia está en crisis porque los ciudadanos ya no confían en este sistema político, podríamos dejarla marchitar esperando un nuevo renacer, más utópico; ahora bien, también podríamos animarlos a que en la discusión pública de sus interpretaciones se agudice un sentido democrático más acorde con el ejercicio horizontal de nuestros derechos y libertades. Y esto, una vez más, requiere que los historiadores sepan de los distintos lenguajes con los que se articulan los debates actuales, los diferentes vocabularios y retóricas con los que operan los dispositivos que hoy se desparraman por la sociedad civil.

Seguramente haya aquí dos enunciados verdaderos. En primer lugar, que hay más actividades propias del profesional de la historia que no estamos contemplando, pero que están ahí, en espera de ser reivindicadas. Se me ocurre, por ejemplo, incentivar aquellas interpretaciones sobre el pasado que lo conciban como un lugar extraño, como un espacio que contraste con nuestro presente y que, así, provoque nuestro propio extrañamiento, nuestro distanciamiento respecto a las categorías que a menudo naturalizamos como si fuéramos el punto de llegada del perfeccionamiento con el que se pensó la modernidad. No somos más que un eslabón más de una cadena fundida, casi siempre, en la fragua de la contingencia. Pensar el pasado como un lugar lleno de tribus diversas y diferentes de nosotros, es otra manera de contribuir a generar identidades menos esenciales.

Y ahora el segundo enunciado: la historia profesional nunca ha dejado de tener una pata en lo público. Lo que ocurre es que, como sostienen los teóricos sobre el uso y la producción de bienes públicos, como el sociólogo y economista Marcur Olson (1932-1998), el público –y sus dimensiones– se define no solo por quienes disfrutan de un determinado bien –en este caso el relato histórico–, sino también por quienes tienen derecho y el deber de promoverlo17. Y en este sentido, la historia profesional no ha estado demasiado alerta; más bien se ha mostrado ensimismada en sus congresos y seminarios, o a la defensiva en sus castillos disciplinarios. La historia profesional puede haber incorporado los testimonios de los ciudadanos en calidad de archivos o puede haber salido a la palestra entrando en los debates públicos, pero sigue siendo reticente a emplear el lenguaje, los dispositivos y la autoría del relato procedente del exterior de sus fronteras disciplinarias. El relato histórico, como hemos sostenido más arriba, es un “poder contar” que construye subjetividades e identidades a partir de determinadas interpretaciones del pasado que irrumpe o es convocado desde el presente dando algún sentido al futuro. Pasado y futuro se unen en un hoy donde el enunciador comunica y comparte. Y ese poder se logra cuando existe un círculo de reconocimiento que considera que quien produce y comunica el relato está legitimado para hacerlo precisamente porque su narración es aceptada en una determinada comunidad, como historia veraz. Hubo un tiempo en el que la historia, como disciplina instituida, se arrogó aquel poder pretendiendo expropiarlo a personas y comunidades. Ese tiempo parece ya pasado.

Ya lo hemos planteado: el relato histórico ha dignificado a ciertos grupos e individuos y ha despreciado a otros, a veces con el objetivo de construir comunidades nacionales u otros grupos identitarios en los que no cabía la alteridad salvo como espejo en el que reflejar la negatividad de la mismidad. Por eso, asumo la metáfora que abre el título de esta larga reflexión: sentarse en ambos lados de las dos orillas y sentir la densidad del río que pasa. El río es para mí metáfora de cambio, pero lo completo con la densidad de las interpretaciones que bajan por su lecho, como si fueran guijarros que se redondearan tras golpear los unos contra los otros. Y yo, sentado en ambas orillas, siento su tupido cauce, mojando mis pies en su diversidad, con sus contradicciones, obsesiones, limitaciones, diferencias.

No dejo de pensar en la historia como parte esencial, ya no tanto de la ciencia, como de la política. A fin de cuentas, los relatos crean polis, además de afincar o expulsar subjetividades de sus fronteras. Son los baluartes del conflicto, del poder o de la democracia. La historia profesional contribuye a formar opiniones entre los ciudadanos, cívicas o no. Pero los ciudadanos también se sumergen en esa actividad a través de sus propios dispositivos, debates o lenguajes. Hemos de advertirnos contra la tendencia que subyace en las sociedades actuales hacia la futilidad, la sensiblería y el comercio de los relatos; asumir, como hace el filósofo e historiador africano Achille Mbembe, que debemos evitar mezclar la ficción y los hechos, pero que tampoco podemos negar el sesgo literario de la historia, su capacidad para figurar a través del relato. Lo hacen los ciudadanos, pero también recrean los historiadores18. Hemos de ser conscientes de que a ambos lados de la orilla pueden surgir juncos de explicaciones que sean responsables con los relatos propios, que se antepongan a lo meramente emocional y no distanciado. Ahora bien, la distancia no es a menudo un acto intencional y es bueno reconocerlo. Hace falta creer que la verdad se hace de fragmentos de verdades, que hay que promover relatos en su zona gris que busquen el dilema, la exigencia, el reto, la cavilación, la poética, la contrariedad y la turbación. Relatos que, viniendo de quien vengan, consigan que los ciudadanos expresen sus problemas y puntos de vista.

Historia digital y responsabilidad

Y llegados a este punto, me siento compelido por las contradicciones que aparecen de la disyuntiva tutela o corresponsabilidad. Hay sobre esta dicotomía algunos comentarios que hacer: para empezar, compartir la responsabilidad no supone perder, sino acompañarse de las experiencias de otros saberes con los que abordar el pasado. La mirada sobre el pretérito se engrandece cuando se interpreta juntamente con el caleidoscopio del literato, el artista, el museólogo, el historiador… o de la memoria, el relato histórico y un largo etcétera. La memoria y la historia son, desde mi punto de vista, irreductibles, pero también por eso compensan los enunciados sobre el ayer. Operar con distintas miradas supone hacer interpretaciones sedimentadas, combinar experiencias en múltiples voces. Compartir la responsabilidad implica asumir los pasados incómodos en forma de historias conflictivas de las que pueden salir consensos precarios. En un mundo de voces múltiples no caben verdades definitivas, pero tampoco supone abrir espacios al indecente negacionismo, sino asumir un alentador revisionismo. Hacer historia pública implica, en suma, considerar otros públicos no solo como actores del ayer, sino como autores de la historia, más allá de la academia, y reconocer los límites también del profesional de la historia: los sesgos de sus interpretaciones, sus silencios, sus jerarquías, sus abundantes naturalizaciones, su intencional ahistoricidad, sus condicionamientos institucionales y editoriales, su involuntaria poética y retórica constructivista y, sobre todo, su responsabilidad hacia los relatos que tienen un enorme poder en la génesis, funcionamiento y destrucción de las identidades de los otros. En eso radica el “poder de contar”. Insisto, es un poder demasiado importante para dejarlo en manos sólo de unos pocos.

Las humanidades digitales corren en un sentido, en principio, abierto a la participación pública en el conocimiento y difusión del pasado. No hay duda de que el empleo de las nuevas tecnologías en la compilación de amplias bases de datos o en la elaboración de representaciones gráficas, como mapas o imágenes interactuantes, es un aliciente que despeja el camino a la participación de públicos más amplios que los académicos en el saber y difusión de los pasados y las culturas humanas. Clarean así la posibilidad de devolver a las humanidades su importancia social a partir de su aplicación en –entre otras– la elaboración de museos más participativos, en bibliotecas con accesos más abiertos o en una docencia y educación más interactivas. Sin embargo, como en todos los espacios del saber, las humanidades digitales corren el riego de encaminarse en sentido contrario a la apertura, más inclinado a la especialización excluyente de la propia gestión computacional; o más sesgado a la centralidad epistemológica de los datos en detrimento del reconocimiento epistémico de los relatos históricos procedentes de los ciudadanos; o más supeditado a las supuestas bondades de la cooperación interdisciplinar cuando podemos estar ante un momento ya posdisciplinar. El manejo altamente cualificado de softwares puede ser un aliciente para quienes lo practican, pero al mismo tiempo convierte a muchos ciudadanos en meros receptores de los resultados “masticados” por el especialista. En todo caso, está por ver en qué sentido las humanidades digitales se acercan a los ciudadanos desde la corresponsabilidad entre expertos y no expertos en el conocimiento histórico.

Quizá haya que pensar más bien en una tutela corresponsable o en una corresponsabilidad tutelada. Me quedo más bien con la segunda porque en ella sobresale con mayor viveza el valor que aporta la ciudadanía al pensamiento histórico. También ella, con sus debates, dispositivos, lenguajes sobre el pasado, memorias…, nos abre a la posibilidad de no dar nada por sentado, de cuestionar hasta la última palabra para hacernos pensar en la fragilidad del ser humano, en su incapacidad para asentar, de una vez por todas, sus mutables maneras de estar en el mundo. Democratizar la democracia presupone salir a la palestra cuando los debates tornen antidemocráticos, no levantar trincheras protegidos tras los muros académicos. Democratizar la democracia a través del conocimiento histórico supone profundizar en el pluralismo procedente de una sociedad civil que se abre al diálogo, al tiempo que el historiador profesional acoge, una vez abiertas las fronteras, sus múltiples resonancias. Supone un riesgo. Implica una promesa.

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1

El autor desea agradecer a los dos evaluadores de este paper sus incisivas críticas que, espero, hayan permitido su mejora.

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2

Roger-Pol Drot, Genealogía de los bárbaros. Historia de la inhumanidad, Barcelona, Paidós, 2009.

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3

Robert Kelly, “Public History. Its Origins, Nature, and Prospects”, The Public Historian, vol. 1, 1978, p. 16.

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4

Zygmunt Bauman, La cultura en el mundo de la modernidad líquida, México, Fondo de Cultura Económica, 2013.

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5

Richard H. Popkin, La historia del escepticismo desde Erasmo hasta Spinoza, México, Fondo de Cultura Económica, 1983.

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6

Eduardo Rinesi, La política, Los Polvorines, Ediciones UNGS, 2020, p. 46.

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7

Robert R. Archibald, A Place to Remember. Using History to Build Community, Nueva York, Altamira, 1999, p. 155-156.

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8

Hilda Kena, “Introduction”, en Hilda Kean y Paul Martin (coords.), The Public History Reader, Nueva York, Routledge, 2013, p. 26.

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9

Reinhart Koselleck, Futuro pasado, Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós, 1993.

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10

Eduardo Rinesi, La política, Los Polvorines, Ediciones UNGS, 2020, p. 49.

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11

Nacionas Unidas, “La Declaración Universal de los Derechos Humanos” (consultada el 18 de abril de 2022).

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12

Hayden White, El texto histórico como artefacto literario y otros escritos, Barcelona, Paidós, 2003; Iván Jablonka, La historia es una literatura contemporánea. Manifiesto por las ciencias sociales, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2016, especialmente p. 23.

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13

Keith Jenkins, Repesar la historia, Madrid, Siglo XXI, 2009, p. 34.

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14

Chimamanda Adichie, El peligro de la historia única, Barcelona, Literatura Random House, 2018.

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15

Marianne Hirsch, La generación de la posmemoria: escritura y cultura visual después del holocausto, Madrid, Carpe Diem, 2015.

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16

Sobre el derribo de estatuas, recomiendo la breve entrevista de la BBC al historiador David Blight como contrapunto a la destrucción de restos conmemorativos en Estados Unidos: Gerardo Lissardy, “Puedes derribar todos los monumentos del mundo, pero eso no cambia necesariamente lo que ocurrió. Estamos obligados a aprender de ese pasado”, BBC, 14 julio 2020 (consultada el 24 de julio de 2023). Sobre las diferencias entre memoria e historia, Jesús Izquierdo Martín, “Ante el desafío de la memoria: ¿disciplina o pluralismo interpretativo?”, Ayer. Revista de Historia Contemporánea, vol. 111, 2018, pp. 333-347.

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17

Mancur Olson, The Logic of Collective Action: Publics Goods and the Theory of Groups, Cambridge, Harvard University Press, 1971.

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18

Véase, entre otras obras del autor, Achille Mbembe, Crítica de la razón negra. Ensayo sobre el racismo contemporáneo, Barcelona, Ned Ediciones, 2016.

Chimamanda Adichie, El peligro de la historia única, Barcelona, Literatura Random House, 2018.

Robert R. Archibald, A Place to Remember. Using History to Build Community, Nueva York, Altamira, 1999.

Zygmunt Bauman, La cultura en el mundo de la modernidad líquida, México, Fondo de Cultura Económica, 2013.

Roger-Pol Drot, Genealogía de los bárbaros. Historia de la inhumanidad, Barcelona, Paidós, 2009.

Marianne Hirsch, La generación de la posmemoria: escritura y cultura visual después del holocausto, Madrid, Carpe Diem, 2015.

Jesús Izquierdo Martín, “Ante el desafío de la memoria: ¿disciplina o pluralismo interpretativo?”, Ayer. Revista de Historia Contemporánea, vol. 111, 2018, pp. 333-347.

Iván Jablonka, La historia es una literatura contemporánea. Manifiesto por las ciencias sociales, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2016.

Keith Jenkins, Repesar la historia, Madrid, Siglo XXI, 2009.

Robert Kelly, “Public History. Its Origins, Nature, and Prospects”, The Public Historian, vol. 1, 1978, pp. 16-28.

Hilda Kena, “Introduction”, en Hilda Kean y Paul Martin (coords.), The Public History Reader, Nueva York, Routledge, 2013.

Reinhart Koselleck, Futuro pasado, Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós, 1993.

Achille Mbembe, Crítica de la razón negra. Ensayo sobre el racismo contemporáneo, Barcelona, Ned Ediciones, 2016.

Mancur Olson, The Logic of Collective Action: Publics Goods and the Theory of Groups, Cambridge, Harvard University Press, 1971.

Richard H. Popkin, La historia del escepticismo desde Erasmo hasta Spinoza, México, Fondo de Cultura Económica, 1983.

Eduardo Rinesi, La política, Los Polvorines, Ediciones UNGS, 2020.

Hayden White, El texto histórico como artefacto literario y otros escritos, Barcelona, Paidós, 2003.